Cruzando el Rubicón

Corríamos el riesgo de pasarnos la vida como Augusto, gritándole a Mourinho en las noches de luna llena que qué había hecho con nuestras legiones. Dortmund, la herida sin cerrar. El bosque de Teutoburgo de una generación que no conoció Milán, ni Eindhoven, y que creció con las Copas de Europa cayendo de los árboles. Ayer el Madrid volvía a Alemania, y lo hacía como quien vuelve a Bastogne y tiene que caminar sobre sus propios cadáveres, procurando no acercarse demasiado a la espesura de los árboles: cada partido del Madrid allí es como la primera escena de Juego de Tronos repetida en bucle. El Veltins Arena es un campo magnífico. Está cubierto, pero guarda esa escenografía ambiental tan característica de los estadios de allí, donde siempre parece que está lloviendo aguanieve sobre la cabeza de un madridista. Por supuesto, la acústica es envidiable. Era digno de ver a miles de tíos jaleando al Schalke con 0-6 en el marcador. Imaginaba la escena opuesta: el Bernabéu en mitad de una carnicería, y visualicé cementerios en noviembre con más animación. El caso es que si juntas a más de 10 alemanes en un mismo sitio y les pones una metralleta a cada uno, invadirán Europa; si les das una bufanda, empujarán más que Rocco Sifredi. Esa es la naturaleza del balompié germánico, la percusión. En cualquiera de sus formas. Sus jugadores desquician al contrario a empellones y sus hinchas, botando.

Precisamente así comenzó la ida de los octavos: con el Schalke trepando sobre el muro naranja de Ancelotti. La ilusión duró 5 minutos. Atacaron el desván de Marcelo, chicos listos, y desde ese campanario procuraron golpear a Peperamos con la munición que todos los pueblos del Norte, desde Bilbao a San Petersburgo, saben que mata mejor a los madridistas: el balón colgado al corazón del área. Pero donde siempre claudicó el Real, ayer golpeó con manu militari. Cuando Xabi y Modric aterrizaron el partido y le pusieron aranceles a la pelota, la agresividad del equipo local se demostró pura fachada. Conserva el Schalke la industriosidad típicamente alemana, esa persistencia genética, esa avidez volcánica que les lanza en paracaídas sobre la portería rival con medio centro, un fallo del adversario o alguna carrera suicida por la banda. Pero carecen del poder de intimidación que distingue a la máquina de matar. Huntelaar, el viejo cazador con cara de oficial de la Gestapo, se disolvió entre las piernas de los centrales del Madrid. Ancelotti ha conseguido hacer de Pepe y Ramos un ente eficaz: son autómatas. Carlo, incluso, ha logrado algo más increíble, limitar la excentricidad kamikaze de Sergio Ramos, embridar su insensatez ofreciéndole un destino: la espalda de Marcelo. El trabajo de cobertura del sevillano sobre la playa que el brasileño dejaba abierta casi siempre detrás suya. Se aplicó con un rigor desconocido en él, como si con tal despliegue de tesón y disciplina estuviese homenajeando a Paco de Lucía. Carvajal, en la otra banda, se asoció todo el tiempo con Bale y Ronaldo llevándoles las bombonas de oxígeno en cada aventura por la derecha. El partido del joven albañil metido a carrilero fue muy notable: jugó siempre como queriendo enseñarles Alemania a sus compañeros, exhibiendo su conocimiento del terreno.

Desde la seguridad de la retaguardia, el Madrid se abalanzó sobre el Schalke como una ola asesina. Modric exhibió todas las virtudes que compilaron los antiguos en sus tratados de filosofía y medicina. Corrigió la derrota del balón cuando hizo falta, manejó a los 21 futbolistas que trotaban con él sobre el césped como una marioneta detrás de una tela, y proyectó sobre el cielo de Gerserkirchen un mapa de operaciones virtual desde donde estableció coordenadas. Modric, simplemente, jugó al Risk con los demás, moviendo las fichas de un lado para otro. Le faltó la túnica morada y el capirote ladeado sobre la cabeza para terminar de ser Merlín removiendo la marmita en la que está cocinando una Copa de Europa. Desde Luka, como desde el campamento base del Everest, Bale, Cristiano y un Benzema mayestático escalaron la pared y sembraron al Schalke de minas claymore. Benzema confirmó que su reino no es de este mundo, y al final del partido la gente terminó pidiendo perdón por no hablar su idioma: Karim es de los que te obliga a escuchar rap en francés y desear haber nacido en una banlieu de París, vistiendo todo el día sudadera con capucha y fumando hash con la desidia del rey sin reino. Marcó el 0-1 rematando una dentellada electromagnética de Bale, que apoyó su eslalom en Ronaldo mientras Santana, ese central que eliminó a Pellegrini el año pasado con el gol que sólo pueden marcarle al loser con pretensiones, se preguntaba por qué de niño quiso ser futbolista. El 0-2 debió de empujarle a una reflexión profunda: lo mismo hoy sale anunciando que deja de ser central del Shalke para hacerse franciscano. Una pelota rifada cayó sobre el córner izquierdo del ataque del Madrid, y Santana lo dejó botar: error. Benzema llegó por su espalda, lo sentó en un potro de tortura, le dejó un hijo y se fue sin despedirse. Bale se vio en la obligación moral de terminar el regalo con un calambrazo. La pelota se le cose al empeine como antes vimos hacer a Messi y creímos cosa imposible, de Playstation. Fulminó al portero y el Madrid se sonrió a sí mismo. Justo tras el 0-1 Casillas volvió a agitar su baraka, que es infinita: definitivamente, es un tipo que tiene eso, lo que no se puede nombrar, que dice Mesetas. Lo inefable. Le llegaron una vez en todo el partido, y Drexler, ese joven talento alemán al que todavía no ha echado el Bayern en su cazuela, le remató a quemarropa, exigiéndole justo lo que a Casillas siempre le sobró: reflejos. Tyche, lo llamaban los griegos. Alemania no era esto.

Cristiano Ronaldo pudo marcar el 0-3, el 0-4 y el 0-5 antes de llegar al descanso, pero el portero alemán pareció reciclarse en David Barrufet y se las sacó todas con ademanes excéntricos pero efectivos, escuela Neuer: caer para un lado mientras las piernas marcan ángulos gimnásticos, y se mira mucho a la cámara enseñando la lengua. Poco después del descanso, no obstante, Ronaldo puso la mano en el botín acabando con un hachazo el contragolpe trenzado por Xabi, Bale y el propio Benzema. Que no tocó la pelota, por cierto, en toda la jugada. Le bastó salir corriendo hacia el lugar correcto, llevándose consigo toda la cuenca del Ruhr. Benzema hizo eso todo el tiempo, dejando tanto al Gran Galés como a Cristiano en la posibilidad de buscar el uno contra uno con sus marcadores. Demasiada ventaja. El 0-4 fue como un brochazo de Leonardo: Benzema se montó en uno de sus ferraris y salió disparado entre los jugadores azules. Ronaldo apareció en su camino para tocarle el balón dos veces. Dos pareces al primer toque que deberían ser reconstruidas con maniquíes en el museo del Bernabéu. Luego Karim definió a lo bravo, driblando al portero y metiéndola entre varias piernas. El Madrid, más que un equipo maduro -como se hartó de repetir Carloslus- es un grupo que ha abandonado el underground macarra que le llevaba todas las noches a destrozar bares y vérselas con los picoletos: el Madrid de Ancelotti es Loquillo después de dejar las drogas y la mala vida. Es un rockstar que se ha reciclado, se ha puesto el traje negro y ha decidido dejarle un futuro a los hijos, sacándole partido al talento. La certeza, para mí, es que el Madrid de Ancelotti jamás podría haberse hecho comercial sin haber roto la vajilla que destrozó Mourinho: ese es el legado silencioso que nunca saldrá en los libros de Historia. El 0-5 vino de un pase mirando al tendido de Ramos: Bale salvó la salida del portero sin creérselo, como fascinado por Sergio, que es muy de eso. De engañar a los guiris con sus músculos, sus tatuajes y su pirotecnia de central brasileño. En el 90 Ronaldo calmó el ansia metiendo el 0-6, y acto seguido Howard Webb decidió castigarnos a todos con 3 minutos de alargue en los que dio tiempo a ver a Huntelaar zumbándole la escuadra a Casillas. Alemania ya es tierra quemada, y Ancelotti ayer cruzó el Rubicón: todo lo que venga después será la inmortalidad.

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