Un Madrid-Elche es un partido muy poco estimulante. Probablemente sólo lo supere en la falta de atractivo un Lecce-Cagliari o un Barcelona-Athletic de Bilbao con Guardiola y Bielsa en sus laboratorios de esnobismo. Es tan aburrido un Madrid-Elche, que incluso Kubrick lo descartó para las escenas donde lobotomizaban al protagonista de la Naranja Mecánica. Tampoco hay que pasarse de cabrones, dicen que dijo Stanley. Lo bueno es que ayer, el Madrid-Elche tuvo un tercer tiempo, como los partidos de rugby. Al acabar y recoger los trastos del Bernabéu, Ancelotti se llevó a sus muchachos a una taberna irlandesa, pidió cerveza negra para todos y vieron con alborozo cómo se despeñaba el avión del Barcelona en mitad de Los Andes, con un jubilado que habla argentino a los mandos y Xavi de copiloto. Por lo visto, anoche no encontró cómo frenar las embestidas de un equipo orgulloso en su Libro Gordo del Estilo.
En el Bernabéu dicen que se pitó a Bale. Me lo imagino quedándose en el césped solo, con tres focos encendidos y el Bernabéu desierto, ensayando tiros libres y galopadas infernales por la banda mientras afuera La Castellana bulle de ruidos y vida, y el mundo celebra el liderato madridista. Gareth es como un cyborg, de la estirpe de Ronaldo: replicantes que sólo tienen en su disco duro las coordenadas del triunfo y la destrucción. Su sueño desde niño era jugar aquí, y seguro que en su casita de Cardiff, entre el oropel evangélico del florentinismo redentor y la volea de Zidane puesta en bucle en una cinta VHS, jamás imaginó que El Imperio pudiese albergar a un señor de Murcia que viaja en bus a Madrid cada 15 días para sentarse en su abono de toda la vida a cagarse en el patilargo inglés ese que no hace nada y que dice Diego Torres en El País que es un bluff de tío. Y que el bueno era Silva. O Isco, al que no lo pone el italiano ese que hace catenacho. En esa etapa de frustración y reconocimiento debe andar Bale, comprobando con tristeza la cara oculta de la Luna. Se le pasará. Ayer, harto de que no pasase nada en un partido insulso, recibió una pelota sin historia a 40 metros de la portería del Elche y reventó el larguero con un obús que hizo feliz a Schiaffino desde el cielo, en el Maracaná de nubes blancas y celestes donde debe andar la leyenda, empatando una y otra vez la final del 50.
Antes de eso no había pasado nada. O casi. Literalmente. El Madrid, con Alemania en la agenda, salió al campo convencido de solventar el trámite con gentil gracejo de administrativo del INEM. Varane e Illarramendi fueron las mejores noticias, ausentes Ramos y Modric por tarjeta. Ronaldo, al que imaginé encerrado en un búnker hiperbárico corriendo toda la tarde en un túnel de viento puesto a la máxima velocidad, se quedó sin jugar porque los comités de competición en España tienen la cintura y la legitimidad de una mierda pinchada en un palo y puesta al sol en el desierto de Tabernas. Mejor, así saldrá en Gerserkirchen como un Cebada Gago por las calles de Pamplona. Illarramendi punteó desde la frontal un córner a la media hora de juego, y marcó un gol -no sin ayuda de alguna pierna ilicitana- desde fuera del área, superando así al Gran Patriarca Alonso en chuts anotados desde San Sebastián con la zamarra madridista. Hubo que esperar al segundo tiempo para ver el trallazo de Bale, y hasta el 80 para ver a Alarcón definir con pureza de cante jondo y meter el definitivo 3-0. Del Elche no puedo decir más que sus once jugadores me parecieron nietos del celtíbero que talló la Dama. Creí leer que jugó con ellos Rivera, y sólo me vino a la mente aquella frase que se inventó Lopera para hacernos creer que entre él y Abramovich había fluido una conversación en román paladino, aquella vez que el Betis le ganó al primer Chelsea de Mourinho: er ruso, er ruso ma preguntao que cuánto vale er shiquetito.