Un perro andaluz

Pepote dejaba siempre la litrona escondida detrás de la puerta. Entre el quicio y un pasillo por donde se iba a la casa del dueño. Del dueño del bar, claro, que vivía ahí, puerta con puerta, en una casa baja, de una planta, que había podido construirse con los años. Poco a poco, como se hicieron siempre las casas aquí. Y las cosas. Era un litro de cerveza barata. 0,60 en el DIA. Mierda embotellada, peor que la Cruzcampo. Veía a Pepote cada mediodía yendo a recargar en una bici vieja, manillar ancho como la cuna de un miura y freno de pedal, de las que dieron en llamarse americanas porque en los 70 los marines de la base de Rota se paseaban con ellas por la playa. Cuando no venían en sus Ford rancheros hasta Chipiona, a ponerse hasta el culo de hachís y whisky barato, y a bajarle las bragas a las mojigatas españolas. Pepote le gruñía como un animal a la rumana pedigüeña de la puerta, que hacía guardia de 9 a 2 en el DIA con espíritu de funcionaria, y se piraba a su covacha pedaleando con retranca. Como podía, con la panza etílica rebosándole bajo la sudadera del piojito y la mirada torcida por los cuatro litros de alcohol que a esa hora siempre llevaba encima. No hay hombre más previsor que un adicto a algo. Los borrachos, los yonkis, los ludópatas. Pueden abandonarlo todo, incluso pueden gastarse la manuntención de sus hijos en el vicio, pero cada céntimo que arramblen será para metérselo. Pepote no tenía hijos. Tampoco pudo tenerlos nunca. De joven, cuando era camarero y el trabajo no faltaba, se bebía todo el dinero que ganaba como si tuviese un agujero en el hígado. Por eso siempre le dio asco a las mujeres. ¿Quién iba a acercarse a un patán así? Nadie quiere a un borracho, le decía su madre. Después dejó de decírselo, cuando el agujero en el hígado ya no era sólo una metáfora.

Pepote madrugaba: los alcohólicos ni duermen, ni comen. Sólo beben. Cuando el dueño de aquel tabanco agreste, posta de jornaleros y hombres de campo en mitad de la nada, abría el bar por las mañanas, allí estaba Pepote con su litrona escondida entre el quicio y la pared, tocándole a diana. Le desmontaba las mesas y colocaba las sillas delante de la puerta, adecentándole la entrada del chigre. Nunca le pidieron que lo hiciera, ni tampoco Pepote se ofreció a hacerlo. Simplemente lo hacía. Era un acuerdo tácito, bendecido por la dualidad del silencio. También le encendía la estufa de la terraza en invierno y recogía los vasos del café después del desayuno. No sé si eso le confortaba. O si Pepote aún sentía algo, si algo se removía en esas entrañas podridas en alcohol. Con eso se ganaba el vasito de coñac. O los vasitos. Era como una indulgencia plenaria. El dueño se los servía a modo de limosna, agradeciéndole el gesto. La constancia. Porque Pepote era tranquilo, no armaba bulla y amenizaba las tertulias con gracia de bufón. Con la crisis, casi ninguno de los infelices que sacaban zanahorias en los campos de alrededor, a 5 euros la hora, paraba a tomarse el cacharrito del ángelus. Así que Pepote pedía en la barra dos cigarros sueltos y se iba. En bici, otra vez. A por más cerveza. Lo de que vendieran pitillos sueltos siempre llamó mi atención. Pura economía de supervivencia. Por veinte céntimos el personal mataba el vicio, haciéndolo más llevadero. Pepote a veces los dejaba fiados. Vivía de lo que podía rebañarle a su madre, una vieja de 75 años con más pliegues en el alma que un pergamino antiguo. Cobraba la viudedad, el único dinero que entraba en aquella casa. En Andalucía descubrí que la viudedad era también un estado de cosas que daba de comer a la gente. Un hijo se le había matado tirándose de la azotea de un hotel, en Sanlúcar, amargado por un divorcio infeliz con el que había terminado un matrimonio de mierda. Otro vivía también en su casa, con la mujer y dos niños, parado desde que el Carrefour se llamaba Pryca. Y luego, por supuesto, mantenía como un peso muerto a Pepote, que tampoco trabajaba desde que se echó al Gólgota y perdió el tajo aquel de camarero con el que se sacaba los vicios cuando era joven y todavía podía ir tirando. Hacía dinero en los veranos, cuando nunca faltaba la bulla que daba la chusma apretada por el calor. También echaba algunas ferias, donde nunca sobraban manos que servir rebujitos, gambas, jamón y lo que fuera. Incluso estuvo un par de años en Sevilla, sacándose mil euros en una semana. Hasta eso perdió Pepote. No pudo ni cobrar el paro. Le pagaban media jornada en la seguridad social y el resto en negro. Pero de aquello hacía ya mucho tiempo, cuando todavía no daba asco. No mucho, quiero decir.

Una mañana encontraron a Pepote tirado entre un charco de sangre y bilis. Había vomitado su propio hígado. Yo creía que eso era imposible, por puro logaritmo anatómico. Cómo vas a vomitar una parte de ti mismo. Siempre se lo había oído a mi madre y a mis abuelas, de chico. Cuando pasaba las tardes acariciando pelotas de algodón donde ellas hincaban agujas y alfileres en las interminables tardes de costura, café y galletas. En esos gineceos donde se refugiaban antes las dueñas del matriarcado, tejiendo vidas y dando pespuntes de autoridad mientras los hombres se emborrachaban en los bares. Pues Pepote lo había potado todo. Chof, chof, chof. Le había dado una cosa mala cuando pedaleaba, todavía de noche, camino del bar. Por eso había extrañado su ausencia esa mañana. Dónde se habrá metido Pepote, murmuraban. Había explotado, simplemente. Bum. Le había petado el corazón, harto de seguir latiendo para nada. Había pegado el pellejazo, como refirieron algunos con cierta cristiana sorna. Epitafio costumbrista en un no-lugar donde el único edificio aún en pie era ese. El de la costumbre. Encontraron su bici al lado, con el manillar doblado por la caída. Qué poco valen estas bicicletas de aluminio, fue el comentario de uno de los contertulios habituales de Pepote cuando regresó a la barra del bar. La Guardia Civil había echado una manta por encima del cuerpo desbordado por la muerte. Eran ya casi las 3 de la tarde y aún no había aparecido el juez.

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