Las 5 de la tarde en Getafe

Hay gente que cree que Madrid, en realidad, son dos ciudades. Una en el norte ordenada, limpia, de amplias avenidas arboladas por donde se distribuyen con germánica geometría embajadas, boutiques, gente con gomina, oficinistas de Deloitte y techos oscuros de pizarrallenas de modernos adosados, con sus señores mayores paseando al perro en bata pegados como con velcro a las señales de stop, y otra en el sur: un inmenso plató cinematográfico, una Cinecittá exótica, repleta de negros, moros, chinos, dominicanos y andaluces que se mueven entre Lavapiés, La Latina y Parla. Una megalópolis sucia, fea, destartalada, heterogénea, ruidosa, socialista, que huele mal y usa el metro. El Madrid es, con Mercadona, lo único que cohesiona a los madrileños de ambos hemisferios. Por eso cada vez que baja al sur, el Real se dota a sí mismo de un ecumenismo redentor, de una gracia sacramental, casi eucarística: no había más que ver a Florentino, dejándose fotografiar por la plebe en chándal en el palco del Coliseum Alfonso Pérez. El gran chamán permitiendo que la gente normal inhalase un poco de los vapores del poder. Puedo apostar la mitad de mis colonias de ultramar que algunos de los íntimos de Florentino Pérez creen que Getafe está en África, pero para eso existe el Madrid, también, cuya grandeza aspira a evangelizar incluso el polígono amorfo y metropolitano que se extiende por su patio trasero.

El partido, en sí mismo, terminó al minuto 5. Jesé agarró un balón en el carril izquierdo del ataque blanco, gambeteó como si lo manejaran con un joystick, se perfiló para el disparo con la derecha y alojó el balón en las redes del palo largo de Moyá. Un gol de Playstation que rasgó la tarde como un rayo, y que vino a ser como el estruendo definitivo de la caída de la puerta. Jesé ha trepado a lo alto del muro, y ya es uno de los nuestros. Está en las calles, es un soldado, ha pasado el período de prueba. Don Carlo ya confía en él como en un viejo capo; también resuelve encrucijadas antes de llegar a ellas. Al Getafe no le dio tiempo ni de incordiar: a los seis minutos ya era cadáver. De ahí hasta el final el Madrid se rondó la necrofilia con desgana, puesto que tampoco había necesidad. Luis García Plaza, el técnico local, Luisgar, como se choteaban los cuatro parroquianos de la grada local, dispuso sobre el verde un once lleno de jubilados, pensionistas y desahuciados del balón. Gente que un día contrató una hipoteca con el fútbol de élite y la está terminando de pagar en Getafe, como Gavilán, Colunga, Valera, Lafita o Juan Rodríguez. Unos tíos que son el anti-glamour, que te los encuentras andando por la calle y ni siquiera reparas en sus caras. Mira, hijo, ese que acaba de subir al autobús con las bolsas del Lidl es un jugador del Getafe. La burbuja balompédica también se hinchó en los buenos años pasados, hasta el punto de que un equipo de polígono se vino tanto a más que casi descalabra al Bayern en una Europa League. No obstante, ahora purga sus pecados, flotando en medio de la Primera División con la angustia del parado que va agotando los 400 euros de la ayuda. Los pocos que completaron la mitad del aforo del Alfonso Pérez -60 euros la entrada más barata, vive Dios- pidieron su dimisión con alguna animosidad, aunque sospecho que gritaban para quitarse el frío, no con verdadero ardor de hincha cabreado. Pues, a fin de cuentas, ¿quién, en esta vida, puede ser honestamente del Getafe?

Si el primer gol fue un prodigio de la naturaleza, el segundo resultó el triunfo de la mecánica. Tras 20 minutos meciéndose al tibio sol de febrero que pegaba en un lateral del campo, el Madrid rebañó una pelota en su propia frontal de área y de repente se desperezó. Di María se lanzó por el carril izquierdo recordando sus años de adolescencia punk mourinhista, y con el catalejo observó cómo Benzema traspasaba con su desmarque la línea de 3 local, que reculaba como poseída. Le mandó una parábola perfecta, que el esteta cabiliano (gracias, Calote) atrapó con el pecho, a la manera antigua en que los beduinos del Norte de África montaban el rifle sobre el caballo al galope. El gol sumió al partido en un ir y venir insulso, sin ningún tipo de estímulo emocional. El Madrid tenía lo que quería, otra vez con gasto cero, y el Getafe también: a fuerza de correr con melancolía detrás de los jugadores de Ancelotti, consiguieron la paz, piedad y perdón de Azaña: que no se ensañaran. Modric, Alonso, Di María, Jesé, Bale y Benzema trotaron de aquí para allá salvando algunas patadas a destiempo de los locales, más estacazos que caían un segundo tarde sobre las piernas visitantes que verdadera cacería frustrada. Luego me quedé dormido hasta que el tercer gol de Modric me despertó. Vi a Luka sobre la bombilla del área del Getafe y por un momento pensé que iba de verde y estaba en Manchester. Disparó colocada, no demasiado fuerte, pero tan bien dirigido el balón que Moyá no pudo alcanzarlo: fue la afirmación de la civilización. El Madrid, sin hacer nada, mantuvo el paso de Atlético y Barcelona y ahondó en las tres claves del juego. Naturaleza, mecánica y el chut, que no es otra cosa que la victoria del individuo sobre el totalitarismo del pase y la tiranía del gambeteo en solitario. El trallazo desde lejos remite el fútbol a gente como Modric, Alonso o Ronaldo, capaces de matar con el mando a distancia y destruir porterías como si fuesen ciudades fluorescentes en el radar de un caza.

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