Media entrada en el Calderón y 0-2 en el minuto 15 de partido. Así, en frío, corta la digestión. Eso fue lo que le pasó al Atlético, que ya venía indispuesto desde la caseta: Simeone puso a Miranda en el centro de la defensa y lo rodeó de un pintor, un fontanero y un escayolista. Se preveía arreón inicial en los minutos de tanteo, o al menos alguna que otra cornada de amor propio. Algo, en definitiva, que darle a los plumillas con que empezar la crónica. Pero cuando no hay juego, la brocha se vuelve muy fina, por inercia. Y uno se ve abocado al impresionismo. Eso es lo que me quedó cuando Cristiano Ronaldo puso a Aranzubía frente al pelotón de fusilamiento por segunda vez en un rato. La eliminatoria estaba resuelta, 5-0, y empecé a oler mecha ardiendo detrás del banquillo local: un Atlético de cóctel incendiario y capucha que convirtió el resto de la primera parte en una bronca desacompasada, permanente, molesta y zafia. Tanto como Raúl García, que es un futbolista áspero y malencarado, como salido de una película de Almodóvar. El árbitro señaló dos penaltis en apenas cinco minutos. Fueron tan diáfanos que al Atlético no le quedó ni el consuelo de quejarse. Dos torpezas de sus laterales, Manquillo e Insúa, que atropellaron a Ronaldo y Bale sin poder huir de la escena del crimen. Ahí terminó la semifinal.
Después, el Madrid pudo aniquilar la decaída moral del vecino pero lo dejó pasar, con suficiencia. La noche no daba para mucho más. El equipo de Ancelotti se dedicó a dominar el partido con un rondo sin contemplaciones. De Modric a Ramos, de éste a Varane, de Arbeloa a Xabi, pase al otro lado para Carvajal y vuelta a empezar con Modric. La sumisión del Atlético, hasta la semana pasada un golem temible, era absoluta. Por un instante creí estar viendo al Barcelona de Guardiola: la defensa con balón que hizo el Madrid anoche en el Calderón fue a ráfagas puro tikinaccio. Economizar el gasto energético manteniendo la posesión no por inercia sociocultural, sino por la sencilla razón de que en el campo tienes a gente que puede hacerlo. Con Varane, Ramos, Carvajal, Modric, Illarra y Alonso, Ancelotti parecía ayer un españolito de infantería dándole vueltas al contador de la luz, buscando el gasto cero. El rival, sin el faro de Arda ni la referencia de ningún punta -jugó Adrián, o eso dice la ficha técnica- se dedicó a perseguir sombras blancas: parecía el patio de un colegio, todos detrás de una pelota a la que llegaban siempre cuando los madridistas se daban la vuelta. Don Carlo probó a Isco Alarcón donde Benzema, y permutó su posición con Bale y Cristiano durante todo el partido, lo que derivó en la ausencia efectiva de una referencia clara en la delantera, huérfana de Benzema. Sirvió, no obstante, como propósito a los planes del Madrid, que dejó que su frente de ataque agitase la dubitativa salida del balón local abriendo y cerrando muchas puertas a lo largo del pasillo central del Atlético.
El cambio de ubicación benefición a Isco. Liberado de toda responsabilidad defensiva -más allá del tibio pressing de la primera línea ofensiva- el malagueño destacó en el centro de la pista de baile, donde le gusta a las divas. Alarcón lo es. Necesita que tanto el rival como el espectador lo enfoquen. Necesita luces y taquígrafos, y que al terminar, su marcador le pida la camiseta. Ayer estaba cómodo y se notó desde que terminó su pared con Bale, en el segundo penalty, de un taconazo flamenco. Atrajo las estacas atléticas y habilitó espacios para los dos velociraptors, que no aprovecharon más el hueco abierto entre Arroyo de la Miel y la Puerta de Toledo porque llovía, hacía frío y el rival pedía perdón desde el calentamiento. Isco fue lo más notable de la noche en lo balompédico: el Madrid jamás permitió que Simeone entrase en la eliminatoria. El ejercicio competitivo del Real me dejó en el paladar el sabor de un equipo maduro capaz de entender la compleja ecuación entre necesidades, posibilidades y prioridades, eso que otros años pareció a veces jeroglífico. Ahí se pierden imperios, y también se ganan. Con esta eliminatoria, el Madrid se ha ganado a sí mismo, dando con ello un golpe de Estado cuyo impacto emocional en su vecino sioux se verá en el próximo derby: ambos equipos habrán de verse en el mismo escenario pero con la Liga en juego y Shalke y Milan mirando desde la barrera.
Al filo del descanso Cristiano y Manquillo saltaron a por el mismo balón. La diferencia entre las masas musculares de ambos, y la velocidad con la que encararon el brinco, quedó retratada en la demoledora caída del jugador atlético, quien se contorsionó en el aire y cayó mal, rematadamente mal. Tanto que pudo haberse roto el cuello. Por fortuna, quedó en un susto, y en un esguince cervical milagroso: la imagen del pobre lateral rojiblanco sobre el césped fue terrible, sobrecogedora. Alguien, en la grada, encontró el pretexto perfecto para desahogar la frustración acumulada durante una semana de pavorosa reducción de la autoestima atlética: lanzó con excelsa puntería un mechero que se reventó en el parietal de Cristiano Ronaldo. La secuencia no deja lugar a dudas: ahora queda el paripé de los comités, tan prolijos en España como las setas, o como los estatutos de autonomía y los centros de interpretación. Cuando el sol se apague y sobre la faz de la tierra sólo queden Viggo Mortensen, su hijo y unos cuantos caníbales, el Camp Nou seguirá sin cumplir la sanción por lo del cochinillo, así que no esperen ver el Calderón cerrado por esto. La fogosidad arrabalera de la tribuna se contagió al césped, donde Raúl García, el capitán atlético, se empeñó en salir en una foto con Xabi Alonso. Este jugador, al que David Beckham inmortalizó con aquel célebre ¿tú quién eres? Eres muy feo, es el vivo retrato de una España cañí, fea y grasienta, para la que gente como Ronaldo, Xabi o Becks son purititos casus belli: esculturas a tamaño natural de lo que no serán en toda su vida.