Burócratas

Últimamente algunos primeros espadas del articulismo español, solariegamente madridistas, están haciendo correr la especie de que el Madrid de Carlo Ancelotti no es demasiado estimulante. Arguyen que frente a la electricidad del Madrid de Mourinho, el equipo de su sucesor les parece frío, y les resulta difícil empatizar con él, como si Carletto fuese un burócrata gris que se limitase a sellar papeles durante toda la mañana. En definitiva, este Madrid les aburre. Fíjense si no comparto este desapego que cuando me puse con el partido, con 25 minutos de retraso, el Real ya iba ganando. Acababa de marcar Jesé. ¡Como para quejarme! Pero vamos a desmenuzar esto, que es muy interesante. El fútbol es una dramaturgia revestida de show business. La identificación hincha-equipo se articula específicamente sobre las emociones. Por lo tanto, quien paga una entrada o se pone delante de la tele no asiste, no obstante, a un estreno cinematográfico, sino a una escenificación trágica de fuerzas telúricas enraizadas en la infancia. De manera que el viejo aserto de Clemente de quien quiera espectáculo, que vaya al circo podría aplicarse a quien dice aburrirse viendo fútbol: aquí se viene a machacar a la tribu de enfrente. El retraso a la hora de incorporarme al partido se lo agradezco a quienes ponen el fútbol a esa hora tan incómoda que son las 9 de la noche. A desmano de todo, uno no sabe si ir a la cocina y cenar algo, por aquello de europeizarse, o si esperar un poco y seguir acomodándose en el hecho diferencial español. En todo caso, a esas alturas Jesé ya había picado medio billete rematando con cierta indulgencia de Kiko Casilla un pase geométrico del artificiero Alonso.

Ausente Modric por descanso, el centro de gravedad del Madrid pasó a Xabi, que lo acaparó todo. El Español, sin embargo, no vino a Madrid con un ardor bélico exagerado: mordió lo justo. Lo que exigía el decoro. Illarramendi escoltó con solvencia y sosiego a su mentor, y Di María trotó de aquí para allá, unas veces sujetando el centro del campo rival en el carril interior, otras veces esparciéndose por la izquierda. Jesé volvió a destacar por el costado derecho, y además del gol dejó varios desmarques y algunas jugadas de lucidez propias de quien goza de confianza en sí mismo. Ronaldo se subió a la atalaya y al acabar el partido había intentado marcar un gol de todas las maneras posibles. Esta vez, empero, se le resistió la divina perforación, y a la hora de escribir esto temo por la integridad cervical de Irina. Alarcón habitó el que se supone su ecosistema particular: la media punta más pura. Su partido fue, de nuevo, intrascendente. El otro día lo comparaba con Modric en una disputa por el mismo balón al que el croata llegó antes que él empezando la carrera diez metros por detrás: ahora mismo, Isco y Lukita parecen vivir a velocidades distintas. No comparto la desazón instalada en el madridismo en torno al malagueño: Odín camina a través de un largo invierno, pero mayo llegará, y conviene no olvidar que los genios florecen en primavera.

El partido no dio para mucho más. Kiko Casilla realizó algunas intervenciones de gran mérito y el Español pudo marcar algún que otro gol, más por la temeridad defensiva local que por insistencia propia. Batir récords de imbatibilidad con Sergio Ramos interpretando el papel de mono pistolero que atormenta a Robbie Williams en una canción es una cosa homérica, muy loca. Nacho pareció un mariscal a su lado, siendo como es un central cuyo mérito es exclusivamente ser una persona normal. Y aparentarlo. Coentrao, en el lateral izquierdo tras su charlotada de Pamplona, recuperó la cordura hasta que se llevó la enésima hostia de su trayectoria profesional: parece un imán para los golpes en esta temporada de ridículo desarrollo personal para él. La Taça do Rei entra en su fase decisiva, esa en la que por fin se asemeja a una competición homologable con los estándares occidentales. El Madrid alcanza las semifinales sin recibir un sólo gol y, también, sin pestañear. Su rival saldrá del choque entre el Athletic y su sucursal madrileña, y mientras el equipo de Ancelotti camina imperturbable por la senda del samurái -por más que aburra al sanedrín- la victoria recupera esa condición rutinaria que en Chamartín es blasón y se hereda de padres a hijos. Palabras como espectáculo, estilo o entretenimiento pierden cualquier sentido cuando uno mira el fútbol como un combate a muerte que ocurre cada tres días y no como un neoyorquino sentándose en el Madison con la camiseta de Carmelo Anthony y el cubo de palomitas.

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