Pamplona sin odio

Es raro para el Madrid ir a Pamplona, a esa cueva de Ho Chi Minh que es El Sadar, y ver la tribuna medio desierta. La noche estaba desangelada: era miércoles, laborable, y a los niños les quedaba poco para ir a la cama. Aun más, la eliminatoria traía un rejón de muerte del partido de ida, así que la parroquia pamplonesa decidió aplazar su ira dei para citas de mayor postín. Saltó el Real al estadio de Osasuna y sólo le faltó la cesta colgando del brazo. Ancelotti extendió el mantel de cuadritos sobre el césped -que parecía un arrozal cultivado en terrazas por cómo botaba la pelota- y sus chicos se entregaron a una plácida gestión del 2-0 del Bernabéu. Coentrao, en busca y captura por la Interpol desde lo de Vallecas, regresó al lateral izquierdo, y cumplió a medias con su habitual sobriedad defensiva sosteniéndole como por inercia: el muchacho parece fuera de combate desde agosto, cuando, huérfano de Mourinho, todo Cristo en España lo condenó a galeras sin que nadie firmase su sentencia firme. Desde entonces vaga por el limbo de los desahuciados del edén madridista, esa estepa donde pululan los cadáveres incorruptos de Baptista, Cassano y Robinho. Con ellos lee a Dante y de vez en cuando recitan a Virgilio, y espera la llegada de alguna oferta de la Premier mirando pasar los trenes como una vaca escocesa. Junto a Fabio formaron Pepe, Ramos y Arbeloa,  la vieja guardia de corps. Consiguieron apuntarse la cuarta victoria consecutiva dejando a cero el arco propio, una cosa impropia de la reputación circense de la defensa del Madrid. Yo, que tengo alma de agonista italiano, lo celebré como algo que pasa una vez en la vida: cada partido que pasa sufro más por la estadística que por el botín en juego.

Al minuto 21 ya estaba el partido sentenciado. Ronaldo había salido como un miura de chiqueros, queriendo justificar el Balón de Oro cada vez que tocaba la pelota. A la cuarta cabalgada los osasunistas le derribaron enganchándose a sus cuádriceps a semejanza de aquellos pitbulls contra los que peleaban toros en la Inglaterra medieval. Más o menos desde el sitio donde en 2012 clavó su famoso estacazo que dio origen a la celebración del muslamen, Cristiano golpeó con furia un balón que se disparó plano pero durísimo: el meta local quiso despejar de puños pero impactó con los meñique. Quien haya jugado al fútbol sabrá que esa es la parte fofa de los guantes de los porteros. La pelota, engreída de violencia, fue hacia abajo y le rebotó en el culo. Gol parecido al que le metió al Tottenham de Bale en 2011: Thor ya tenía su cordero degollado a los pies, y el partido podía seguir discurriendo por los cauces naturales del tedio copero y el spleen de Alarcón. En pleno pico de rendimiento bajo, arrastra su espíritu de fantasista sin saber muy bien por dónde respira el juego. Se solapó todo el tiempo con Jesé, quien en la pizarra ocupaba el lugar de Benzema en la pole position de los velociraptors. Con Di María en su ecosistema original, a Isco le correspondió el espacio vacío por delante de Alonso e Illarramendi, pero ni siquiera durante los 40 minutos iniciales en los que Xabi ejerció brillantemente de artificiero lanzando contragolpes al primer toque, el malagueño encontró su hueco. El segundo gol, ya mediada la segunda parte, fue una metáfora de todo esto. Jesé dribló a su par y se pasó junto a Alarcón montado en Vespa, mientras el Odín barbudo le pedía disculpas por estorbarle la carrera. Big Flow ganó línea de fondo y vio desde el Teide cómo llegaba Di María en la frontal. Empalme a la primera y gol: la jugada más antigua del potrero. De ahí al final todo fue insoportable. Alonso y Ronaldo, sellado el trámite, dejaron su sitio a Bale y Casemiro. Morata entró por Jesé y el drama se cebó con él: al ir a rematar un córner se estrelló contra la culata del fusil de un requeté. Lo tuvieron que retirar más o menos de urgencia, a 5 minutos del final, llorando y tras haber vomitado, después de arrastrarse con el ojo del color de la bandera de los comuneros de Castilla: pésima suerte la de este joven delantero sin apenas talento pero desbordado de corazón, a quien nadie pudo sacar del terreno de juego mientras se pudo sostener en pie. Con Morata en el oscuro rincón de los apestados por la tyche, Coentrao tuvo tiempo aún de dejar al Madrid con 9 después de arrastrarse desde el suelo para patearle la rodilla a un osasuno. Digno final de una noche absolutamente prescindible, desde todo punto de vista. No sé si aún sigue abierta la votación para el Balón de Oro, porque quiero suscribir una candidatura colectiva por todos los que sufrimos el tedio de seguir al Madrid hasta más allá del Limes: los confines de la Copa.

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