Volvía el fútbol al Bernabéu, apenas tres días después del partido frente al Celta, y volvía Osasuna ante la vista del Madrid. Es un equipo que concita una antipatía particular y transversal entre el madridismo: grandes y pequeños, jóvenes, viejos, piperos, undegrounds, tuiteros y madridistas de pitiminí guardan por igual un desdén rencoroso hacia Osasuna desde que a Buyo le explotara un petardo en la cara allá por los 80, en El Sadar. O antes, incluso. Puede que sea una cuestión ideológica más antigua que el fútbol mismo: madridistas y osasunistas recreando en 2014 las guerras carlistas del XIX, y toda la pesca. Quién sabe. Es verdad que a veces, a los jugadores rojillos sólo les falta la boina roja y la badana llena de granadas cruzada en el pecho, con el Sagrado Corazón de Jesús grabado en un bolsillo, cada vez que juegan contra el Madrid: para muestra, el partido que hace un mes aproximadamente disputaron ambos en Pamplona, donde el Madrid se dejó varios dientes. No fue así, esta vez. El Bernabéu acogió animoso la ida de los octavos de final de la Copa del Rey, y el requeté carlista vino con la valija diplomática a Madrid. Quizá la Copa atemperó los ánimos. A fin de cuentas, este es un torneo que, tal y como está montado, sólo empieza a interesar de verdad a partir de los cuartos de final. Si acaso. Antes de llegar a esa cumbre, los partidos como el de esta noche molestan y parecen visitas al dentista: uno intenta que no le duela demasiado. A pesar de todo, Ancelotti alineó una escuadra prometedora en el papel: Arbeloa patrullando la espalda de Pepe y Ramos, Marcelo ante uno de sus partidos-sambódromo (el Bernabéu, la Copa, rival poco exigente: lo más parecido a una pachanga de fútbol tenis en Copacabana) y por delante el Strike Team acompañado, esta vez, por Jesé, que se movería durante todo el partido por ese limbo intermedio abierto entre la media punta y la parcela izquierda del ataque del Madrid.
Delante, un Osasuna repleto de esforzados mocetones navarros. Los comentaristas del Plus se esforzaron mucho en incidir sobre la idea de que Javi Gracia, su entrenador, llevaba meses intentado cambiar el tradicional estilo balompédico del equipo pamplonés. Hasta hoy, desconocía que Osasuna se distinguiera por tener algún estilo de juego reconocible y perdurable a lo largo de su historia: a lo mejor Michael Robinson, que jugó allí, nos lo podía aclarar. Los locutores no hacían más que repetir que Gracia conminaba a sus muchachos a salir desde atrás con la pelota jugada, ensayando una especie de lavolpiana muy meritoria dada la categoría de sus defensores, todos ellos rudos hombres de montaña que un día bajaron a la llanura y cogieron un balón como el que manipula un mortero. En todo caso, el partido de Osasuna, desde los primeros 10 minutos de tanteo hasta el final, consistió en cerrarse muy ordenadamente en su transición defensiva y esperar al Madrid pegando mucho el culo a la frontal del área propia, cabalgando alguna que otra vez hacia la portería de Casillas con cierto criterio pero sin peligro de ninguna clase. El Madrid fue Modric, y Modric fue el Madrid. Luka está muy por encima, ahora, de cualquier compañero: corta, templa, manda, cubre, tira diagonales, avanza millas tras las trincheras enemigas y ha adquirido el don de la ubicuidad, que es lo que distingue a los centrocampistas completos que orillan su cenit deportivo. Está cerca de su propio Everest, y llegará a la cima mostrándose como un futbolista abrumador, capaz por sí mismo de asumir roles tan diferentes en la medular que hasta hacen parecer prescindibles, a ojos del espectador, a sus escoltas.
Hoy fue Illarra quien aguardaba siempre a su paso, escudero fiel, tanto en la quita como en la cobertura y la subida a la segunda línea. Carletto dispuso un asimétrico 4-2-4 porque, en la práctica, Jesé se instaló en el chiringuito de Marcelo y la ausencia de solidaridad defensiva de los tres velociraptors de arriba obligaba tanto a Modric como Illarramendi a abarcar mucho terreno. Cumplieron con pulmones y solviencia, en parte por que Osasuna no exigió ni el 50% de lo que sí requirió en noviembre en el duelo liguero de Pamplona. Benzema, que se llevó casi todo el partido estudiando algunas suras del Corán alrededor del balcón del área visitante, marcó el 1-0 en la primera parte, peinando a las redes un balón envuelto en seda que Lukita envió desde Croacia. Jesé, que fue el mejor tras Modric, no paró de agitar el árbol, pero no cayó ningún requeté: estaban todos en torno a Asier Riesgo, su portero, apiñados como balas de cañón. En la segunda mitad, de nuevo Benzema buscó a Jesé para sacar del tedio al Bernabéu. Sobre el minuto 20, la sombra de Cristiano puso nervioso a un zaguero osasunista, que cedió atrás con más miedo que convicción, como el que se quita de encima la pistola con la que se cometió un crimen. Atrapó la pelota Benzema, quien vio venir a Ronaldo emergiendo desde el vórtice polar del Ártico como la viva imagen de la ira de Dios. Cuando todos esperábamos que la rompiera, deslizó suave hacia la carrera de Jesé, que venía a su derecha, desarmando a toda la defensa rojilla. El canario batió a Riesgo a placer, y desde ese minuto y hasta el final, el partido fue un tiro al plato de Cristiano Ronaldo, sin suerte. Aquiles continúa con la saudade de Troya, pero el final del partido dejó un gesto esperanzador: al pitar el árbitro el de Madeira embocaba el campo rival con toda la banda para él, y al oír el silbato pateó indignado el balón. El héroe está volviendo, caballeros. El 2-0 es un buen resultado para la vuelta, que será el miércoles que viene -agradézcanle a la Federación y a la AFE el apelotonamiento de partidos de aquí al final de enero tras el parón navideño-: mantendrá despierta la tensión competitiva y hará que los muchachos de Ancelotti acudan contentos a la brega.