Fue a la salida de un córner. El balón volvió en segunda jugada a Arbeloa, quien se la dio a Modric como el que le pasa el detonador al cabecilla de una banda y se pone a cubierto detrás del capó de una furgoneta. Luka hizo funambulismo por el pico del área danesa, se paró un segundo y vislumbró un zigzag entre la melé de piernas rivales. Vestido de Cruyff -sólo le faltaba el 14 a la espalda- se cambió el balón de pie con la naturalidad con que de niño recorría Zadar entre cascotes y francotiradores apostados en los campanarios. No miró a portería. Tampoco le hizo falta. La pelota observó una trayectoria perfecta, de fuera hacia dentro. Atravesó la escuadra de Willand limpia, como un triple de Stojakovic, y el Parken Stadion aulló con un espontáneo clamor salvaje. Sucedió al 24 de la primera parte, y fue el clímax de un partido que nació y murió en las piernas de Luka Modric: rebasando los diez primeros mintuos de tanteo, el croata secó en la frontal de su propia área pequeña un peligroso contragolpe local, y al filo del 85 abandonó el césped cojeando. Llenos los tobillos de moratones, golpes y madridismo. Lo que pasó antes y lo que pasó después de ese tiempo, importó muy poco.
Desde el partido de vuelta frente al Borussia Dortmund del pasado abril, Modric ejerce un liderazgo emocional dentro del campo cada día más incuestionable. Aquel partido deparó, entre otras cosas, una sucesión espontánea en la jerarquía de la medular madridista. Xabi cedió una llama sagrada e invisible a Luka, y sin darnos cuenta el 19 ya supera en imprescidibilidad al 14. Este estado de cosas se ha consolidado con naturalidad tras la llegada de Ancelotti. Ayer, ambos formaron pareja junto a Isco en un dibujo que en la pizarra lucía 4-3-3 y en la cancha se deformó en un 4-2-3-1 por la querencia natural del malagueño y Benzema a romper el rigor del esquema y deambular por los no definidos límites de su propia genialidad. Mientras que con Illarramendi y el ausente Khedira el croata da un paso al frente y libera su creatividad, con Alonso y Alarcón se escora hacia la derecha y se dedica a labores de intendencia, acompañamiento, aseo y dirección. En ambas posiciones destaca por su solvencia: ratonea con picardía y su exquisita técnica individual le permite pivotar sobre sí mismo sin necesidad de recurrir a un gran despliegue o a exuberancias físicas. Anoche brilló en ambas áreas, destacando su vigilancia en la zona muerta que deja Marcelo tras de sí cada vez que el brasileño se aventura en busca del Dorado. Él y Xabi destruyeron el impetuoso arrebato inicial del Copenhague sin necesidad de recurrir a los antidisturbios: siempre estaban en el sitio adecuado, en el momento justo. Tras el gol de Luka, el Madrid subió revoluciones, pero fue precisamente el equipo ayer de blanco quien pudo empatar gracias a una jugada rayana en el limbo reglamentario: Casillas, cada vez más caricaturesco en el juego aéreo, esperó a que una pelota colgada sobre su balcón le lloviera a las manos. Un danés se adelantó, de suerte para el Madrid que el árbitro pitó miedo, y la situación terminó sin derramamiento de sangre.
La jugada enervó al incansable público de Copenhague. Tras algunos siglos saqueando la costa europea, violando caballos y robando mujeres, parece que la agresividad escandinava ya sólo reside en el empuje de sus tribunas deportivas: ahora exportan socialdemocracia, muebles y Estado del Bienestar. Cristiano, que volvía, merodeó el gol toda la primera parte. Tras el descanso, cayó a sus pies un balón trenzado entre Marcelo y Pepe, quien orientó al otro palo un eficaz cabezazo en el lateral del área, a la salida de un córner. Ronaldo recibió en la soledad del héroe, ahí donde derriba imperios, y fusiló al esforzado meta danés de un certero trallazo picado. Luego falló un penalty, en el 90, que podía haber redondeado en 10 el récord que son ese noveno gol había acabado de conquistar: ya es el jugador que más goles ha anotado en una misma fase de grupos. Pero qué más daba eso, debió pensar, si he metido el gol 800 del Real Madrid en la Copa de Europa. De ahí al final el encuentro fue un trámite. El Madrid se gustaba de la mano de Benzema, que conducía los contraataques con esa indolencia fingida con la que se maneja en el terreno de juego cuando está cercano al ciento por ciento de su rendimiento global: parece que va cayéndose, ensimismado, y cuando el central comete la imprudencia de meterle el pie, se adorna con un arabesco definitivo ejecutado con la electricidad de un pintor firmando su obra. Así terminó tres o cuatro balances ofensivos que pudieron culminar la goleada pero que ora por orsais, ora por mala definición, ni Bale, ni Cristiano, ni luego Di María -que entró por Alarcón mediado el segundo tiempo- aprovecharon para finiquitar la mejor fase de grupos madridista en Copa de Europa que recuerdo. Bale estuvo desacertado y mustio durante los 90. Debió ser porque se quedó pensando en que el fútbol es un fenómeno curioso: es una de las pocas circunstancias humanas en las que unos plebeyos de anónimo y baja extracción social son halagados, agasajados y solicitados con entusiasmo juvenil por príncipes y herederos de sangre azul. Como ocurrió en la previa de este partido, en la que el retoño del príncipe danés se fotografió con la plantilla madridista. ¡Nosotros también pensamos en los niños!