Cigarettes & Alcohol

A pesar de que, a estas alturas de la película, todo predominio de la moral judeocristiana en nuestra sociedad postmoderna parece superado -desechado como la jeringuilla usada de un yonki-, aún nos queda el sustrato. ¡Quién lo iba a decir! La liberación (y la pongo entre comillas porque la palabra me inspira cierta cautela etimológica) de la mujer, a partir de los 80, trajo consigo también un nuevo modelo de relaciones sociales. Promiscuos por igual, ellos y ellas transitan por una adolescencia alargada, como un chicle ya sin sabor, que se estira desde los quince hasta casi la cincuentena. Perdidos como robinsones sin mapa, la decrepitud les embosca entre nubes rosa de Hello Kitty y chupas de cuero anacrónicas: la saturday night fever de millones de españolitos entre los 25 y los 50 es una locomotora sin frenos directa a un abismo personal donde la dignidad más primitiva se vende a 10 euros más consumición. En medio de este vodevil donde el sexo en los baños de las discotecas ya no es la última tour de force de un exhibicionismo novedoso, de agradable impronta bakala-daliniana, sino un cliché cuyo corolario suele terminar esnifado por la nariz de cualquier paleto de pueblo, busque. Indague. Arañe. Escarbe un poco la superficie de la realidad. Ahí está, aún. La moralina todavía subyace, aunque -y eso sí hay que concedérselo a esta sociedad post-apocalíptica en la que vivimos, vacía de contenidos, finiquitada en lo ideológico tras la herrumbre que dejó el siglo XX y carente de cualquier tipo de argamasa colectiva, muerto ya Dios y tan lejano el vulgo del deísmo como de los anillos de Saturno- despojada de la casulla y dibujado en un desubicada conservadurismo de corte popular que se expresa en frases como la siguiente: 

Era un buen chaval. Que tenía su trabajo, su novia, era sano, no andaba en drogas y hacía deporte. Aparece, diáfana, la dualidad. El Bien y el Mal. La percepción social del drogadicto aún es, en Occidente, profundamente negativa. Comprenda drogadicto cualquier tipo de desviación del tipo de vida ordinaria que, por convención social arraigada en la noche de los tiempos, ha de llevar el individuo medio. La frase anterior, que suele usarse a modo de epitafio, encierra dentro de sí una concepción maniquea de la realidad: lo bueno y lo malo. Lo aceptable y lo execrable. Aunque, como digo, los límites entre ambos polos espirituales se han relajado mucho en las últimas tres décadas, aún hoy esto es así, llevando aparejada -el consumo de cualquier sustancia estupefaciente, el abuso del alcohol, el crapulismo y la nocturnidad- una carga peyorativa muy notable que condiciona el desenvolvimiento cultural dentro del contexto social de quien elige ese modus vivendi. The dark side of the moon sólo queda bien en la portada de un disco, o como pose. Tolerado sólo hasta pasados los 25, quien rebasa esa línea roja sin volver al redil de lo que es normal corre el peligro de quedar marcado, como las reses bravas: ese es de la ganadería de la bala perdida. Cuidado. Peligro. Danger. Atento con él. No es de fiar. Y quien llega a la madurez -matrimonio e hijos de por medio- bordeando ese oscuro ángulo ciego, queda como colgando, suspendido en un confuso precipicio donde la hipocresía comienza a hacerse cada vez más necesaria para sostener un estado de cosas ficticio cuyo único final posible es la representación ininterrumpida de la comedia o el progresivo deterioro de los lazos cuyo simbolismo -la alianza, el compromiso, recoger a los niños del colegio, ser un caput familias, dirigir la manada, proveer un hogar, integrarte en la fabricación en serie del futuro colectivo- termina por ser un lastre muy pesado para quien viven dentro de la dualidad.

La mala vida va asociada, en la mente del demiurgo del matriarcado de manufactura católica y apariencia cabría en el que nacen, crecen y se reproducen los españoles, a una no-superación de la infancia. Quien se droga, pensamos en lo más íntimo de nuestra conciencia, es porque aún es un crío. Un inmaduro, un post-adolescente que se niega a crecer, a madurar (qué palabro, como si fuésemos peras colgando de una rama) y a afrontar los inciertos, costosos y angostos desafíos de la edad adulta. Este aserto tiene, en su núcleo, otra dosis del tradicional paternalismo cultural de los pueblos meridionales: los yonkis, pobrecitos, no saben lo que hacen, tienen miedo y se esconden en la autodestrucción. Ahora visualicen a ese politoxicómano que todos conocemos, de entre 35 y 45 años, enjuto, seco, acartonado y doblado por el peso de la vida. Sí, el aparcacoches. Imagínenselo temiendo el futuro, o huyendo de la responsabilidad inherente a hacerse viejo. ¿Lo ven? Yo tampoco. El paternalismo del que les hablo anula la voluntariedad -palabra clave- de la acción del yonki: él ha elegido vivir así. ¿Por qué? Porque le gusta. ¿Y por qué no? Vayan ahora a Youtube y busquen los opening credits de Trainspotting. Y rebatan el argumento más potente jamás concebido por la mente humana: el placer.

El hedonismo, enemigo mortal de la visión religiosa del mundo, es combatido aún hoy con argumentos superfluos que esconden una angustia meramente antropológica: detrás de la acusación de nihilismo o de ególatra desentendimiento de las responsabilidades convencionales, anida el miedo al desertor que constriñe la marcha de cualquier pelotón de infantería. Y esto ha sido así desde que el mundo es mundo y el hombre cazaba mamuts con cuchillos de obsidiana. El grupo desprecia a quien se sale de la senda y abjura de los compromisos adquiridos por ese imperativo natural que es la obligación de perpetuar la especie. Esa fuerza gravita sobre nuestras cabezas como la chatarra espacial, y conduce nuestro comportamiento: nos levanta el brazo, y sin que lo podamos evitar, alarga nuestro dedo índice, acusador, hacia quien, en el ejercicio de su más absoluta -y literal- libertad personal, decide pasarse la vida puesto de heroína, asumiendo las consecuencias económicas y sociales de su dependencia: ¡FUERA! ¿Es que no piensas en el sufrimiento de quienes te rodean? La pregunta, axiomática, va tirada con veneno, buscando enroscarse en el lado emocional del individuo y hacerle el abrazo de la boa mientras lo aflige con toda su carga de reproche moral. Es cierto, las madres de los yonkis sufren. Y sus amigos. Y todo aquel que intenta apartarlo de su hedonismo flagelador. Y bien está que lo intenten, ¡ese es su papel! Mas, en el fondo, quien tiene la última palabra es el propio individuo, dueño absoluto de su destino y, como tal, de lo que a su salud, cuerpo y futuro le acontezcan.

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