Bailando sobre el escudo

El Bernabéu se engalanó para homenajear a su jugador franquicia, que hoy vio el partido desde su harén VIP comiéndose un racimo de uvas mientras dos esclavas nubias le frotaban el torso con aceite. Entre globos, farolillos y piñatas, los dos equipos saltaron al césped con el frío metido en las entrañas. Y así empezaron el partido: congelados. La primera media hora transcurrió entre la displicencia del Madrid y la timidez turca. El Real deambulaba noctámbulo sobre el verde de Chamartín, con Alarcón sobrevolando las almenas y Casemiro guardando el fuerte junto a Illarramendi. Huérfano de Cristiano, Bale cabalgaba hacia la nada como un llanero solitario, sin encontrar en Jesé la conexión adecuada para surcar el Atlántico abierto entre la espalda de los centrales del Galatasaray y su portero, Iscan. De este buen hombre hablaremos luego. Di María correteaba por la pradera madrileña como uno de esos caballos gallegos de la rapa das bestas, perdido en el que, a priori, era su ecosistema natural. El Madrid no se encontraba sin la referencia del 7 -esa que da sentido al huracán- y transitaba entre la abulia y el desperezo. Hasta que el equipo de Roberto Mancini filtró un pase a la espalda de los 4 zagueros blancos, que andaban tirando el fuera de juego con la prestancia de una septuagenaria cruzando un paso de cebra. Ramos se tragó el bote, que iba cargado de trampa, y para arreglarlo apeó del caballo al delantero turco que ya encaraba Castellana abajo a Iker Casillas. El problema no fue la roja, en sí misma, cuyo daño colateral fue Jesé, sustituido por la urgencia táctica que provocó el colapso del central sevillano. El drama reside en la propia cabeza de Ramos: engreído, fallón, impreciso, pagado de sí mismo y henchido de vanidad como los malos toreros de las películas folk de los 50, Sergio está firmando su peor temporada como profesional justo cuando acumula galones, Pepe envejece y Varane es esclavo de su rodilla. Por Jesé entró Nacho, Ancelotti reescribió las coordenadas y el Madrid adoptó un difuso 4-3-2 con Bale en punta. Paradójicamente, el estrépito de loza rota conectó al Madrid con el partido. Pepe, que desde que tiene melena parece enclenque y hasta ha perdido aquella fascinante mirada de psycokiller, batió líneas y fue derribado a 20 metros de la portería de Iscan. Al espigado meta turco, seguramente criado en una aldea del centro de Anatolia donde aún jugarán sobre albero con balones Mikasa, se le nubló la vista por un instante.Bale se atrevió, y con el barrido panorámico de la realización del Plus pudimos ver cómo la pelota iba combándose a cámara lenta hasta pasar a un palmo de la cara del arquero del Galatasaray, quien reaccionó como los porteros del antiguo International Soccer Pro de la Play original: en dos dimensiones. Gol y delirio.

No obstante, el jolgorio iba a durar poco. Drogba agarró la pelota en tres cuartos de cancha local, y en un escorzo prodigioso -que algún día se estudiará en las academias esas de fútbol a donde los padres llevan a sus hijos con el afán de conseguir con ellos la fama que la vida les negó- se zafó de Nacho y asistió con el empeine a Umut Bulut, quien ya venía entrando en el área madridista montado en diligencia. 1-1 y murmullos en el graderío. El Madrid ganó el descanso como un náufrago alcanza la orilla, y el Galatasaray del gentiluomo Mancini -estilazo- se frotaba las manos. Sin embargo, los turcos son un equipo bien fraguado, atlético y vehemente que sólo cuenta con dos jugadores que sepan comprender el juego: Drogba y Sneijer. Uno tiene 35 años y el otro parece gozar de una agradable prejubilación a orillas del Bósforo. Al salir de la caseta, toda la tropa de morenos aguerridos -cualquiera diría que son la guardia varega negra del emperador de Bizancio- con trazas de fondistas keniatas del Galatasaray se estrelló en Arbeloa. El capitán sin brazalete desplegó, otra vez, todo su sentido de Estado para activar a su equipo, que saltó de vestuarios escopetado sobre la portería contraria. A lomos de Di María, Isco y Marcelo, el Madrid se encendió tanto que, durante esos cinco minutos de magia negra ritual que sólo se dan en el Bernabéu cuando el Madrid invoca al diablo, el lateral derecho hizo de delantero y marcó un gol, dio otro y rozó el doblete. Justo tras el 2-1 Carletto metió a Xabi en el campo, juntándolo con Illarramendi: lucía el Madrid una medular de los años 30. Dos bigardos vascos con botas negras contándose historias de la capital bajo el tronco de Guernika. Alonso tomó el relevo de Casemiro, un Emerson pulido en lo técnico pero aún verde en lo táctico. Hay madera. Arbeloa siguió tocando a rebato, asumiendo la herencia dinástica de Hierro y Redondo de la que ominosamente rehuye Casillas. Terminó bailando sobre el escudo, como un espartano victorioso al son del inesperado reconocimiento del estadio. Di María primero, e Isco después, sentenciaron un partido de cuyo plácido final nadie dudó, ni siquiera con uno menos, 0-0 y toda la noche por delante. No hay nada más sintomático que esto. En el cuarto gol pudimos ver la reencarnación mediterránea de Odín: Isco escondió la pelota y zigzagueó por entre los jugadores del Galatasaray recortando como si fuese gerundio. La magia de este chico está, también, en eso: en hacer del recurso más simple y práctico del fútbol un arte de atracción magnética. Como escapándose de la eterna comparación con Özil, Alarcón se recortó a sí mismo y a pesar de que continúa dibujando el gesto un segundo más de lo necesario, recupera las sensaciones del inicio de temporada, sabiéndose imprescindible.

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