Don Blass

Manco, cojo y tuerto. Lo llamaban Mediohombre y sin apenas recursos, ni ayuda -como suele ser habitual en esta triste España- contuvo durante casi medio siglo el deterioro implacable del poderío terrestre y naval del viejo león hispano en el Mediterráneo, en el Atlántico, en el Caribe y en el Pacífico. Su nombre, y su legado, está en boga desde hace algunos meses gracias a la inestimable labor del Museo Naval de Madrid. Es asombrosa la batalla sorda y pertinaz que lleva sosteniendo esta institución contra el olvido. En un país donde la memoria yace enterrada en una fosa común, bajo una lápida erosionada por el tiempo donde reza, gastado, el epitafio Desinterés, esta pequeña atalaya de la Historia de una nación en el mar resiste la desidia colectiva y los recortes presupuestarios de administraciones repletas de arribistas analfabetos. Su trabajo es admirable y heroico. Sólo te ruegan una aportación ínfima, 3 euros, antes de abrirte las puertas de la habitación más homérica de la identidad española a través de los siglos. Tres euros. Calculen. Un café en Starbucks, un cubo de cervezas en La Sureña, una quiniela con tres columnas. Una miseria. La cuestión es que el Naval de Madrid, caballería ligera en el regimiento museístico de la capital de España, ha devuelto a la actualidad la figura del marino más grande de la Historia del antiguo imperio. Y aunque la actualidad mediática es una ramera de Babilonia de efímera belleza que sólo consigue atraer la atención de la opinión pública durante un instante fugaz, esquivo y volátil como pompa de jabón, algunos españoles más conocen las hazañas de tan ilustre antepasado; algunas voces se han alzado pidiendo su nombre en algunas calles, y grosso modo, la gloria de su recuerdo ha iluminado por un segundo el panorama cultural de nuestro país.

Dejando a un lado la consideración -o el brindis al sol- desiderativa de cuán necesarios serían más Blases de Lezo anónimos en la España de hoy que afrontasen con coraje y resignación la batalla cotidiana con lo que haya en las alforjas, sea mucho o poco, la visita al Museo Naval me trajo algunas reflexiones a las mientes. Lo de las calles, por ejemplo. Párense un segundo en mitad de cualquier rúa, sea en Madrid, en capitales de provincia o en pueblitos de la periferia. Miren los rótulos. En España, cualquier milpesetas tiene una avenida e incluso una glorieta con su nombre. De hecho, esta circunstancia es como una especie de veleta de la Historia política de esta nación: marca nítidamente el derrotero de los vientos que, en cada tiempo, mecen a los españoles. Cuántas plazas mayores han pasado, en menos de cincuenta años, a llamarse ininterrumpidamente de Alfonso XIII, de la República, de los Generales, del Caudillo, de Juan Carlos I. La toponimia urbana es breve, como la juventud, pero, ¡cuánto oprobio da el ver según qué cosas! Una de las calles más significativas de Madrid, estación de metro incluida, tiene el nombre de uno de los generales que, amén de traidor (que se lo pregunten a Prim) fue además oscura gloria local de nuestro XIX turbulento: O´Donnell. Inciso: cuán decimonónica es dicha toponimia urbana madrileña, marcada espectacularmente por tan decisivo como injusto siglo. Fíjense, fíjense bien. Y vayámonos a cualquier pueblo andaluz, donde el ignominioso nombre de Blas Infante -curiosa tocayía- usurpa parques, bulevares, paseos. Además de termómetro inmejorable de la temperatura secular de España, la rotulación callejera es el símbolo más evidente de la ingratitud nacional para con los héroes. Los de verdad, me refiero. Con hache mayúscula. Como Blas de Lezo.

Que Blas de Lezo no tenga una calle, o apenas un túmulo de dudosa estética figure en su Pasajes natal, no deja de ser si no una anécdota más o menos irónica. El problema es estructural, y la prueba del algodón está en los libros de Historia. Me crié sin haber oído jamás el nombre del comandante vasco. Ni en el colegio, ni luego en el bachillerato. El XVIII y su epopeya en Cartagena de Indias quedaron soslayados bajo ambiguas frases sobreimpresionadas en negrita: durante el XVIII y tras la Guerra de Sucesión, España fue perdiendo paulatinamente el control del monopolio con el comercio en América, y sus posesiones de ultramar fueron sistemáticamente atacadas por ingleses, franceses y holandeses. Fin de la cita. Debajo de estas tres oraciones cuya confección alberga ese matiz frío, casi mecánico, del academicismo -y más en concreto, del academicismo de Santillana, ergo PRISA, sujeto a intereses espúreos que se yerguen en yugo invisible de la educación de los infantes españoles en democracia- se esconde un fabuloso tesoro que quedará oculto toda la vida para aquellos niños que, luego de ser hombres, no tengan ni la suerte, ni la curiosidad y el interés de toparse con nombres como los de Lezo, o Luis Vicente Velasco, o tantos otros; un Dorado de heroísmo, amargura, Historia, mitología; una cueva llena de prodigios, de hombres formidables, de sucesos extraordinarios, de valor, cobardía, sacrificio, lealtad, traición, vida y muerte. Han de ser guerreros solitarios como Pérez-Reverte, quienes desde su privilegiada posición de altavoz mediático difunden estos retales de la memoria de la nación española, y gracias al amplísimo eco del que gozan, el legado de estas figuras consigue superar, a trompicones, el muro de la desidia y el olvido e instalarse en la actualidad. Sin embargo, ¡qué desgracia que esto haya de ser solamente una acción individual, un tiro a ciegas!

Las naciones serias, como la británica, la francesa, la alemana o la estadounidense, honran la memoria de aquellos hombres que tejieron el tapiz -desigual, asimétrico, luminoso y oscuro, como la vida misma- sobre el que se desarrolla su presente. ¡Quizá por eso su presente sea tan distinto al nuestro, y no hablo de economía! Ahí tienen a Nelson, oteando el cielo de Londres desde su inmortal retiro en el Olimpo de los prohombres de la Gran Bretaña. No hace falta, no obstante, construir unos Inválidos para enterrar el cadáver de quienes, en el cumplimiento de su deber, elevaron a la categoría de valores universales principios como la lealtad, la nobleza, el trabajo, el sacrificio. Basta con no olvidar, pues quien olvida no está condenado a repetirse, como dice el proverbio, sino a algo peor: a mutilarse. A ser un Tántalo sempiterno, un Prometeo encadenado y destripado por el buitre de la codicia temporal: por las alimañas que se advienen, en todo tiempo y lugar, y que tras dejar mondada la osamenta, huyen abandonando un cuerpo cargado de dolor. Por eso, desde aquí, quiero honrar yo también al profesor que, siendo yo un púber ignorante con un ímpetu desabrido por el conocimiento, me regaló un día algo más que un artículo de opinión arrancado de una revista dominical -de Reverte, qué casualidad-. En esa hoja de papel, ya marchita pero todavía a salvo (siempre lo estará) encontré otro nombre, como el de Lezo, hecho de jirones de casacas rotas por la metralla salpicada desde las bordas de fragatas atacadas de cañonazos. En ese papel hallé abordajes, capturas, noches de desvelo en la mar picada, travesías oceánicas, asedios en el Caribe, muertos con honra y vivos sin ella. Y vaya este agradecimiento aparejado con un lamento porque los niños como el que yo fui tengamos que buscar entre legajos de sombra olvidada el recuerdo de aquellos hombres que velaron por el sueño, la dignidad y la vida de nuestros abuelos.

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