La tercera vía

El Real Madrid de Carlo Ancelotti es como un parto difícil. Nacido en uno de los momentos más complejos de la abigarrada historia moderna del club, al italiano se le miró, al llegar, con suspicacia inevitable. La canalla, leña en la caldera del entorno mediático, lo miraba con recelo tras traicionar en la primera jornada el aparente pacto de cordialidad que firmó la prensa por él en junio: sentó a Casillas. La legión nostálgica del mourinhismo, como los romanos perdidos en China de Manfredi, se batían en retirada mirando hoscos al nuevo, como si el gentiluomo Carlo fuese un intruso, o la segueta con la que Florentino venía a aserrar la obra del Émigré.  Ancelotti, pues, se está imponiendo como una suerte de tercera vía, aunque el camino es largo y tiene muchas piedras. Hacer funcionar el mecano de un proyecto nuevo, y más en el Madrid, es una tarea que en algunos casos puede llevar al consumo obsesivo de ansiolíticos. O provocar la muerte. El club más viciado del mundo no respeta ninguna de las leyes fundamentales del funcionamiento de la competición: devora plazos con insensatez, fustiga como un gran Circo Máximo a sus gladiadores y exige sin medida ni criterio, como un nacionalista catalán. A pesar de todo, el Carlettosistema parece que ha encontrado algunos arcanos. Por ejemplo, vertebrarse en torno a Xabi, Khedira y Modric. Desde el trivote medular está creciendo un Madrid que es capaz de enroscarse como una oruga sobre sus seis hombres de campo más retrasados y el portero, y desplegar un puño retráctil con el que destrozar a los rivales. Algunas veces le basta con una mitad para sembrar la destrucción, como ayer. La Real Sociedad, un buen equipo al que el campeón inglés sólo ha podido hacerle un gol en 180 minutos de Copa de Europa, encajó 4 en media hora como un Sonny Liston aturdido y sin reflejos. El Madrid, como Alí, recordó una de esas uzis israelíes que sueltan unas ráfagas terribles tras las cuales sólo queda la pena y el quebranto. Así es la ventaja, inaudita, que crean Bale, Cristiano y Benzema, tres monstruos de oscura fábula vikinga que son capaces de espantar a 7 rivales a la vez, tal es la potencia de su zancada y lo tremebundo de su tiralíneas. 

El primer gol fue paradigmático. Alonso, otra vez quarterback antológico, avanzó hasta el límite de la trinchera donostiarra. Caló el mortero y trazó la distancia: la pelota le llegó con nitidez a Benzema, tras corregir la derrota del viento. Xabi es pura balística. Karino bajó la bola de cañón como el que está cogiendo perlas en el Índico. Por la izquierda ya se abría Bale, con la vigorosidad del Tercio a toque de corneta, pero Benzema decidió esperar. Esperó tanto, hizo tan largos esos dos segundos en los cuales activó la panorámica hasta encontrar a Cristiano Ronaldo entrando por la derecha, que el madridismo contuvo el «ay»  como el público de una película de Hitchcok. Cuando el Bernabéu abrió los ojos, el 7 de Madeira ya estaba festejando el gol en una esquina. Cristiano Ronaldo es como la Acrópolis de Pericles: lo que perdurará. Es tan gigantesca su figura que el madridismo habita en la silueta de su sombra proyectada. Me parecería una crueldad del Destino que se marchara de Madrid sin una Copa de Europa debajo de sus brazos. Como Khedira, quien en menor medida lleva siendo un pulso constante, firme, seguro, de este equipo desde hace 4 años. No brilla, ni jamás dejará un highlight youtubero, pero es la argamasa que sostiene el impulso del Madrid como colectivo. Si su tobillo tuviese, además, un plato corto, estaríamos hablando de un Steven Gerrard de fabricación alemana y chásis magrebí. Con Khediras se hollan finales, y con Cristianos se ganan. El alemán estampó el 4-0 al filo de la media hora, en una combinación eléctrica con Bale. Antes, Benzema y Ronaldo habían fabricado el 2-0 en otra razzia fulminante, y un penalty muy riguroso permitió al portugués anotar el 3-0. La primera parte del Madrid de Ancelotti fue redonda, perfecta. En la segunda no hubo historia: el equipo se desconectó, y la Real se estiró hasta aprovechar la laxitud de la defensa madridista en el segundo acto para arañar un buen gol de Griezzman. Cristiano puso los créditos al choque con un free-kick de libro: desde que cambió el golpeo y lo hizo más suave, acomodándolo con el interior en lugar del cañonazo inapelable de sus comienzos, su porcentaje de acierto es mayor. O eso parece. Alarcón salió al final, y se le vio animoso pero predecible. Mal augurio para un tipo como él, cuya genialidad se alimenta de la sorpresa. Lleva un mes y medio dibujando demasiado el gesto: agarra la pelota y los contrarios ya saben qué es lo que va a hacer. Quizá encoger el brazo cada vez que asoma un pase filtrado por su mente le ayudaría. Pero con los genios, qui lo sá. Isco recuperará su tono, de eso no hay duda, y el Madrid lo necesita pues, junto con Benzema, es el único de la plantilla capaz de ralentizar el tiempo y llegar hasta la caja fuerte sin bombardear el banco con drones.

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