Vallecas recibió al Madrí -el opulento, neoliberal y judeomasónico ogro- con un tifo peculiar. «Orgullosos de ser pobres» rezaba el fondo donde habitan unos individuos que se llaman así mismos Bukaneros. El lema es un oxímoron clamoroso: la pobreza jamás puede ser algo de lo que vanagloriarse, sino un estímulo para salir de ella, precisamente. Si el sábado pasado fueron los Països Catalanes quienes aprovecharon la visita del Real para reivindicar ante el mundo su volk, esta vez fueron los aficionados del Rayo Vallecano los que gritaron urbi et orbe lo bonito que es vivir en un bloque de pisos de la periferia de Madrid. Este dislate conceptual no afectó al inicio del encuentro: Ancelotti movió el roster del equipo pensando, con acierto, que la escala en el Teresa Rivero era la más propicia para dejar descansando a los constipados -Khedira y Varane-, darle minutos al gran jefe Alonso en la media y alternar el clásico lateral ofensivo > lateral defensivo con Carvajal en la derecha y Coentrao en la izquierda. Junto a Xabi, Modric y Di María tenían la función de dispersar a los tuercebotas locales con manguerazos de agua, intercambios posicionales y ocupación dinámica de los espacios; arriba repetía el mismo frente de ataque que contra el Sevilla: Benzema, Bale y Cristiano Ronaldo, la lanzadera espacial de Concha Espina. A los 5 minutos Modric habilitó al portugués, que entraba por la izquierda como una Riva enfilando el lago Como. El lateral del Rayo le entró por no recular, sabedor de que a su espalda todavía se abría un océano, y efectivamente el 7 lo traspasó como cuchillo en mantequilla y definió al palo largo acomodando el balón con el interior, a lo capocannoniere. Luego de este primer fogonazo, el equipo de Paco Jémez, cuyo vestidor ruborizaría a Saul Goodman, tenía el balón donde el Madrid quería, moviéndolo de un lado a otro sin encontrar un sitio donde clavarle el puñal a los visitantes. No se jugaba demasiado, y la verdad es que es harto complicado hacerlo en un campo como el de Vallecas: dudo que la UEFA lo haya homologado verdaderamente como estadio de fútbol profesional. La pelota saltaba por el césped como una liebre correteando entre madrigueras, y en una de estas al Madrid le dio un vahído: alguien se coló por la banda de Coentrao, Diego López se comió el primer centro de la noche y un rayista remató a gol, de suerte que dio en otro compañero más adelantado. Orsay riguroso pero orsay al fin y al cabo. El pueblo protestó, como es natural, y se escucharon lamentos, e incluso algún editorialista de El País comenzó a escribir un artículo acerca del imperialismo madridista en los suburbios de la capital, pero dura lex, sed lex, y el gol no subió al marcador. Un minuto después, Coentrao se dobló el tobillo, y aunque aguantó estoicamente hasta casi el descanso, su infortunio iba a costarle caro al equipo en la segunda parte.
A la media hora Bale, como Cristiano en el 0-1, se encontró con una playa desierta por su costado, y avanzó con la zancada de un velociraptor. Todos nos sorprendimos cuando, en lugar de recortar hacia afuera con su cañón zurdo, centró maravillosamente bien con la derecha hasta la cabeza de Benzema. 0-2 y el partido resuelto, pensó Ancelotti. Ya puedo quitar a Xabi Alonso, que tiene amarilla. Efectivamente, en las segunda parte salió en su lugar Illarramendi, el heredero espiritual, y cuando Jémez todavía se estaba atusando el flequillo Bale volvió a percutir por su banda. Llegó a línea de fondo, como los toreros, y sirvió atrás para que, a placer, Ronaldo solventase el 0-3. Perfecto, pensamos. Pues no. El Madrid, que ya estaba embarcando en la T4 rumbo a Turín, fue poseído de repente por violentas convulsiones: Jonathan Viera, un pequeño bribonzuelo salido de alguna novela de Dickens, se marcó un sombrero en el área pequeña madridista y fue derribado por Pepe cuando se disponía al enésimo retruécano en una baldosa. 1-3. Al minuto, Diego López volvió a no salir a por un balón colgado en su balcón. Nadie del Madrid despejó el rechace y Marcelo atropelló a un rayista en la disputa de la pelota dividida. El árbitro, quien desde entonces y hasta el final se dedicó a desquiciar al Madrid permitiendo la agresividad local hasta niveles casi de favela brasileña, pitó otro penalty, el cuarto en contra del Real en tres días. 2-3. El Rayo convirtió Vallekas en la Comuna de París y Ancelotti agotó los cambios con Arbeloa, quien saltó al campo de juego como un antidisturbios en una manifa del 15M: haz lo que quieras, le dijo Carletto, pero para esto. El 17 aportó sensatez, temple y oficio, justo lo que les faltó a Ramos, Pepe y Marcelo. Diego López enmendó su mal partido con una estirada propia del balomnano, salvando los muebles en un par de ocasiones. Bale, Cristiano y Benzema fueron acorralados con kale borroka y el trencilla concedió al vietcong vallecano cuantas collejas a Modric y Di María fueron menester. Desnortado y como una jovencita sorprendida en cueros delante del espejo, el Madrid fue sacado del partido a empellones por un Rayo muyaidín. Sin embargo, el empate no llegó, y Cristiano Ronaldo sacó al estadista que lleva dentro en los últimos 10 minutos para agarrar a su equipo del pescuezo y levantarlo del agujero con tres o cuatro gymkanas en las que murió la contienda y el Madrid salvó un inesperado match-ball lamiéndose los hematomas.
Excelente crónica de un mal partido