Fútbol antiguo

Los partidos de fútbol los miércoles, a las 10 de la noche, son como los cubatas en vasos de tubo: se dejan beber, pero qué ignominia. Canal Plus paga y la puta obedece, así que la parroquia blanca, que es universal en forma y número como la grey de Cristo, asistió con cierta tibieza a los prolegómenos del Real Madrid-Sevilla. Buena parte del graderío volvió a hacer gala de su sumisión intelectual a los media nacionales y recibieron a Ancelotti con pitos. Nada nuevo bajo el sol, puesto que así es ley desde que Manolo Lama apunta y la masa acrítica dispara. Bale repetía titularidad y Benzema volvía al once, y desde aquí comenzó a nacer un Madrid que en la primera media hora de partido se asemejó a un enfant terrible muy cabreado con todo el mundo. Alarcón batió líneas con una hiperactividad que escondía cierta inseguridad fruto de su irregular último mes, y por delante Cristiano, Khedira y Benzema trepaban la tapia sevillista observando, gozosos, que en el corral apenas había tres caniches defendiendo las gallinas. Antaño Benzema hilaba con Özil en la distancia corta, y como dos niños ocupando una baldosa, dibujaban geometrías confusas, pintaban rayas con tiza en el suelo y se divertían imaginando fabulosos reinos de ultramar escondidos entre la media luna de la frontal y el área pequeña del rival. Ausente Mesuto, Benzema anduvo dos meses buscando con quién frotar la lámpara. Hasta que encontró a Bale correteando por las praderas de Chamartín. Con el dragón galés la conexión es diferente. Es otra cosa, más mundana, menos sensorial, más violenta. Si Karim y Mesuto centrifugaban el espacio, ralentizando las pulsaciones y fabricando con mano de relojero suizo un balompié en slow-motion, el francés y Bale lo descomprimen. Son un fogonazo. El 11 la suelta, el 9 la aguanta, avanza como un cangrejo -siempre bandeando, nunca hacia adelante- y espera el momento preciso hasta recibir las coordenadas exactas: entonces asiste, como un latigazo, siempre al hueco por el que Bale cabalga como un regimiento de húsares ladera abajo, llevándose pegada al dorsal la cámara del Plus. Lo de estos dos es como un travelling interminable cuyo final, casi siempre, es la escena donde la víctima yace degollada en el sofá del salón. Así llegó el 1-0, y casi el 2-0. Bale no dejaba de intentar eléctricos raids sobre la frontal del área hispalense, y Cristiano merodeaba ansioso como un tiburón oliendo sangre. En apenas un parpadeo Bale alojó en las redes una falta despeñada a gol por la barrera sevillista y Teixeira Vitienes concedía la única dádiva de la noche para los locales pitando un penalty que no era que Ronaldo envolvió en papel de regalo y lo envió a Suiza a nombre de Blatter. El Madrid rozaba la excelencia pulverizando al Sevilla a calambrazos. Pero entonces iba a ocurrir algo.

El Sevilla, que hasta entonces había mirado la portería de Diego López como el que mira el Everest desde el campamento base, rompió la frágil línea de 4 madridista con un triangulación que acabó con un balón a la espalda de Ramos y con el delantero visitante desmayándose. Penalty y gol. Inmediatamente después, un tipo vestido de amarillo con tribales en las mangas penetró como un rayo por la banda de Arbeloa, pasó atrás, a otro tipo de amarillo le dio tiempo de jugar una partida al Candy Crush hasta que un tercero llegó a la nuca de los dos centrales como un náufrago a la orilla. 3-2 en un suspiro y Ramos poniéndole la capucha a Arbeloa para que el Bernabéu comenzase el auto de fe. El estadio abroncó a su propio lateral como apenas sí se recuerda que escupiese a Messi en las tardes de odio más enconado. Fue un espectáculo bochornoso. El Bernabéu pitaba al jugador con más sentido de Estado que ha pasado por Concha Espina desde Fernando Hierro, y en los estudios de radio corría el alborozo. A pesar del murmullo con el que acabó el primer acto, Diego López levantó su metro noventaytantos delante de Rakitic y salvó el 3-3. El balón salió rebotado de la pierna del gigante morado y como si de una lágrima de Zeus se tratase, de él nació el 4-2. El Madrid volvió a soltar a su cuádriga y Benzema concluyó el partido con la frialdad de un cirujano. Fue a celebrarlo con Zidane, quien además de relaciones públicas deluxe es también un padre espiritual para el esteta cabiliano, brillante descripción que el mundo siempre deberá a Calotejon. Su partido fue excepcional, y la conexión electromagnética que ayer descubrió con Gareth Bale amenaza con derribar imperios. Mediada la segunda parte, y ya con 5-3 en el marcador, Ancelotti decidió poner en juego a Xabi Alonso. Sustituyó al excelente Illarramendi, y el cambio tuvo algo de ritual. Con el Bernabéu en pie, Xabi abrazó sobriamente a Illarra, y fue como si le entregase una rama del Árbol de Guernika: se pudo ver a los dos, padre e hijo, tocados con una txapela, hablando sobre la herencia cultural vascuence en el Madrid post-apocalíptico de Florentino Pérez. Luego vendrían 2 goles más del Madrid, y el partido terminó como aquella final de Glasgow del 60. Fútbol antiguo para un equipo nuevo que sigue creciendo entre la oscuridad, como un desheredado de Esparta abandonado a los pies del monte Taigeto al que se le ha perdonado la vida y se prepara para volver, cuando sea adulto, a recuperar lo que es suyo haciendo correr ríos de sangre.

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