Costumbrismo

Corría el minuto 17:14 cuando de uno de los anillos del Camp Nou se desplegó, de repente, una gigantesca estelada al tiempo que todo el graderío coreaba «¡independencia!». Hace ya más de una década que ese remedo perverso de DisneyWorld que habita en Barcelona bajo los colores de un cantón suizo ha convertido los partidos contra el Madrid en un escaparate goebbeliano de escala planetaria. Las televisiones, Internet, youtube y Al-Jazeera en bucle multiplican el mensaje de alienación nacional, y el Madrid es siempre la vaquilla soltada en los correbous multicolores cuya carrera por las calles de la aldea constituye el cenit de la algarabía colectiva. Ayer Undiano Mallenco ejerció de pregonero de las fiestas populares, y este buen trencilla, del que puede decirse que no es sino silbato mudo pegado a un hombre, quiso ganarse el fervor de la gente honrada de Cataluña. Lo hizo despeñando una cabra desde uno de aquellos campanarios de Guardiola, donde anoche no había poetas susurrándose la libertad de parroquia en parroquia, a lo lejos, sino Cristiano Ronaldo a punto de ser inmolado en el altar de la patria. Mascherano corneó al 7 del Madrid cuando éste ya estaba sacando el estoque, pero mañana dirán que una leve tramontana, viento de la terra nostra -como la Cosa-, derribó al mercenario portugués al servicio del rey de Castilla. Fue el sino del partido. Justo antes, Benzema, el segundo mejor jugador del equipo de Ancelotti en ausencia del añorado hechicero turcoalemán, había estrellado un cóctel molotov en el larguero de Víctor Valdés: fue como un relámpago. Karino se orientó un balón pendenciero con un toque que recordó a cómo armaban sus fusiles los rifeños de Abd-El-Krim; quedándose franco de cara a portería, de fondo comenzó a sonar una base de Rohff, y Benzema le metió al balón esa difusa frontera entre el interior y el empeine para que fuese silbando como un mortero hasta el travesaño.

No entró, y esa imagen definió el partido. Ancelotti difuminó las buenas intenciones mostradas ante Málaga y Juventus, dispersando el esquema alrededor del cual empieza a identificarse su equipo, y con ello entregó el Clásico a la parsimonia. Fue como si su Madrid, aún adolescente, se hubiese afeitado la incipiente barba en un arrebato de pudor todavía infantil. No presionó lo suficiente la salida de balón contraria, y Ramos, mediocentro, se sintió extraño, difuso, desubicado: era como si pidiese perdón por cada tackle, y mirase constantemente a la banda buscando la aprobación del entrenador para golpear, achicar y desplazarse. Durante 45 minutos el fuego fue sostenido y de cobertura entre los dos enemigos. Una ocasión y media para cada uno, con la diferencia de que Iniesta -que ya sólo está para media hora en este tipo de partidos- encontró un boquete en la pared que estaba enfoscando Carvajal, y Neymar se asomó de puntillas hasta el primer palo. Cruzó el balón, como preguntándose qué hacer con él, y éste rebotó en la mano de Pepe y en la bisectriz de Varane, yéndose lánguidamente al palo largo de Diego López. A partir de ahí, una escaramuza de Messi resuelta con demasiada ligereza, tratándose del ángel exterminador del antimadridismo, y el cartel de no future parpadeando sobre Xaviniesta, como si fuesen dos muñequitos del FIFA. Tengo que hacer aquí un par de consideraciones a este respecto: Messi jugó por primera vez contra el Madrid sin ese impulso caníbal que parecía agitarle con violencia cuando le enseñaban un trapo blanco, lo que no deja de ser sorprendente. Parece que ya no sabe cómo salir de todas las trampas que le hemos puesto, y también parece que este Pepe crepuscular le alcanza en los sprints que ni siquiera el Pepe mayúsculo de hace 2 años era capaz de resistir. La otra nota a pie de página es para Xavi e Iniesta: los paradigmas del tikinaccio parecen, cada día que pasa, dos de esos antiguos freaks que eran exhibidos en los circos como singulares rarezas por todo el país. Dos King Kongs amaestrados, metidos en una jaula. Cuando Moby Dick amenazaba con sacar la bandera blanca y rendirse, Undiano se disfrazó de mano negra y evitó el cataclismo: el gol del Madrid. El Real se tomó un respiro antes de acometer por última vez el resort azulgrana de la moralidad occidental, y en ese instante murió: Alexis aprovechó una contra en la que se vio dudar a Varane por primera vez desde que aterrizó en España, y, chico listo, aprovechó su talento técnico para elevar un globo por encima de Diego López con el que sentenció el encuentro. Rigores del destino, el peor Barcelona desde 2005 tocó infructuosamente la pelota más veces que nunca, y ganó gracias a un gol de rebote y otro al contragolpe. Al final el Madrid estiró su grandeza hasta terminar arañando la cara de la patria catalana, y eso es lo que fue el gol que metió Jesé: la promesa de volver.

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