Diego López saltó al verde de Chamartín con unas mallas negras, a lo soviético. Con este detalle de otro fútbol, tan centroeuropeo, comenzó el partido frente al Málaga. Schuster quiso travestir a su equipo en la Bélgica del 86. Así, cazó al Madrid en la trampa del orsay más veces de las que puedo recordar. Sin embargo, el guardameta local apenas salió en tres o cuatro planos a lo largo del encuentro. Fiándolo todo a un balance defensivo casi perfecto, los despojos del Bollywood de la Costa del Sol esperaron al Madrid desde su atalaya, creyendo que enfrente tendrían al obtuso equipo en pañales del día del derby. Se equivocaron. El Real fue como una ola chocando contra una esclusa, pero sin dejar de batirla. Una y otra vez, con Illarra desde la base y Khedira, Alarcón y Di María zumbando por delante como abejorros alrededor de un avispero, el Carlettosistema dominó el tempo, el ritmo y, sobre todo, la pausa. Por primera vez en el curso el Madrid fue paciente, y tejió con parsimonia la cuerda con la que fue ahorcando a los visitantes. Cada vez que Portillo o El Hamdaoui abandonaban la trinchera en intrépido raid por las líneas madridistas, Pepe, Ramos, Carvajal, Khedira o el nieto de Zumalacárregui corregían con eficacia. Bien posicionados, atentos y concentrados, sin que sonasen las alarmas y sin estrépito de loza rota. El Madrid siguió con su zapa debajo de la muralla, dejando colgado en el recibidor del Bernabéu el traje del vértigo, y administró la posesión con incisivo criterio, sin forzar el pase. Morata, que estuvo bien, se excedió en su voluntarismo: es como si supiese que el demiurgo madridista le exige brega y maratón, o como si él mismo jugara creyéndose un nuevo Raúl, un Raúl pijo y de barrio bien, un Raúl prístino, sin Colonia Marconi ni pasado atlético. El problema, no obstante, sigue siendo el de siempre. No sabe definir, y su tendencia a tirar al bulto en los mano a mano contra el portero permite lucirse a los arqueros contrarios. Morata siempre les regala un hueco en el telediario. Tanto se combaba la línea defensiva malaguista, según variase el frente de ataque -que en esta asimetría dinámica de Ancelotti, es como el mapa de las isobaras del hombre del tiempo- madridista, que cuando Di María comenzó la segunda parte lanzando una pedrada desde su potrero de Rosario, ésta terminó colándose por el visillo de la portería de Willy Caballero. Fue la única vez que Caballero (segurata en un garito oscuro de Benalmádena en su tiempo libre) no supo qué hacer con un balón disparado hacia él. Durante el resto del partido soportó el bombardeo de Cristiano Ronaldo con una plasticidad superlativa. De no ser por la calva, hubiera dicho que era Peter Parker vestido de verde. Lo paró todo excepto un penalty postrero que Bale forzó y el Ronaldo de Madeira ejecutó como un matarife aburrido de afilar el cuchillo en vano. El dragón galés arrancó a por un balón en largo, la afición visitante pareció ver un tsunami acercándose a La Malagueta, al árbitro le entró miedo y cerró los ojos. Cuando los abrió vio al de blanco en el suelo y a Wellington recogiendo las muletas. Penalty. Gol. 2-0, 3 puntos que fueron 6 con el empate de Els Segadors en Pamplona -no hay relato onírico que se sostenga en El Sadar. Allí sólo sobrevive la epopeya, Heinze chorreando sangre sobre la camiseta blanca y el Madrid festejando un título bajo la lluvia- y con la derrota de los sicarios de Simeone en la banlieue barcelonesa, siempre hostil para los enemigos de la nación madridista. Las plañideras post-derby se agitan, inquietas. ¡El Madrid no estaba muerto!
No estaba muerto
0