Otro Mundial más

Anoche España volvió a clasificarse para otra Copa del Mundo de fútbol. Esta vez será en Brasil, el año que viene. Si me dicen hace una década que íbamos a defender el título en el país del jogo bonito, la samba y el frenesí, me hubiese ido corriendo al baño más cercano. Pero, claro, hace diez años yo tenía 15, y aún no sabía algunas cosas. Lo primero que descubrí fue que los brasileños son unos genios, sí, pero del marketing. Si alguna vez su equipo nacional jugó un fútbol barroco y como salido de Hogwarts, debió ser cuando Garrincha hizo la comunión. Excepto momentos puntuales -Sócrates en España, y poco más- la canarinha siempre se mostró en las grandes competiciones como una Italia mulata con más talento callejero. Sin embargo, el mundo entero los tiene como paradigma de la fantasía balompédica, y eso ya está instalado cómodamente en el salón de las verdades universales. El caso es que una de las cosas más desagradables de llegar a la edad adulta ha sido el descreimiento. ¡Vivía mucho mejor cuando creía que ganar un Mundial era como llegar a la Luna! Se acercaba cada Campeonato del Mundo y era como si me alistase en una cruzada: todo era fe y sacrificios rituales invocando a la Fortuna. Uno iba seguro de que algún linier nos iba a joder, y era ese casi llegar lo que alimentaba mi furia patriótica con la Selección: el complejo del héroe al que al Destino adverso impide alcanzar la gloria, casi siempre en el momento álgido de la aventura. Muy novelesco todo, sí. Quizá sólo se trataba de eso, de literatura. Fueron pasando los años, y como a todas las cosas, le fui viendo el cartón a la Selección. Y a esa cosa rancia del patrioterismo. ¡Otro Mundial más, otra ridícula exaltación colectiva más! Qué coñazo. Descubrí que al final no puedes dividir el amor, y el mío se lo quedó todo el Madrid, sobre todo cuando ser madridista empezó a parecerse a clavar unas tesis heréticas en la puerta de la catedral de Wittenberg. Una nación se alzó en armas contra el Madrid, la Selección fue el tanque con el que salieron a la calle, y simplemente, hubo que tomar partido. Los españoles compiten ahora como italianos, brasileños y alemanes, y queda cierto regusto metálico en todo esto. Cuando la victoria se convierte en hábito, pierde la lírica de la primera vez. Ya no hay que llenar de velas la mesa-camilla del salón, ni los futbolistas extranjeros parecen gigantes danzando alrededor de los indefensos y esforzados tuercebotas españoles. Con el gol de Iniesta se esfumó el relato trágico del Tántalo ibérico, y ahora parecemos Hércules yendo a cada Mundial y Eurocopa como a un pesado trabajo del que hay que volver vivos. Al final, ganar siempre cada dos años se hace muy aburrido, y más si el triunfo supone la realización personal de tanto fracasado que ha conseguido, por fin, tener su propio Real Madrid en versión cutre: un equipo que gana siempre, sin glamourosos foráneos -más altos, más guapos y que follan más que tú-. Una formación winner hecha de *gente normal*. ¡El sueño húmedo de la España chancletera! ¡Un cabrero de Albacete que gana títulos y dinero!

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