Miedo y asco en Valencia

El pequeño recogepelotas del Levante lo mira extasiado, disimulando su admiración al héroe. Tras él, más arriba, a cuatro españolitos se les señala el DNI en el rostro, como iluminado con un neón fluorescente: odian. Odian fuerte. Odian muy duro. Entre ellos, una jovenzuela viste la camiseta roja del Madrid y a pesar de estar junto al que, parece, padre o novio, se le despunta una sonrisa de turbación erógena. Como a la señora de mediana edad de a su izquierda, un asiento más allá. Y como a Helena viendo pelear bajo las puertas de Troya a su cuñado con Aquiles. Me debí quedar con este, coño. Que es el hombre, y no la purria flácida esta de Paris. Una fila por encima, como escalonados, un nieto se anonada, una abuela no entiende lo que pasa -pero lo siente- y un jubilado no sabe si insultar o aplaudir. Con gorra y bufanda del equipo local, el pobre señor se queda parado frente al semidiós como un pensionista ante la pantalla de inicio de Google. El Progreso y la Velocidad paralizan incluso el veneno que le corre por las entrañas, ese que le grita al oído «portugués, hijo de puta». Pero la imagen está abajo. Tribuna, primera fila, a la derecha de uno de los tres orangutanes que blanden la liana con la furia del depredador al que le han quitado la presa del colmillo cuando ya la sangre goteaba. Es ese niño. Ese, sí. Justo. Hoy, al levantarse, se habrá preguntado por qué la vida le obliga a tener en su cuarto la camiseta del Levante y no la de Cristiano Ronaldo. Y habrá llegado a la conclusión, en su joven mente en construcción, que la vida no tiene por qué ser así. En su mirada se refleja la idolatría más ingenua, la rendición de una barrera: ese niño ya es madridista. Sonríe sin tapujos: es el único en la fotografía que lo hace.

A su equipo le acaban de marcar el 2-3 en el minuto 94 pero a él le da igual: está embobado contando las marcas del cincel en la espalda de mármol de Carrara del jugador franquicia del contrario. Del Madrid. El niño sabe, como lo sé yo y lo saben ustedes, que en ese gladiador vestido de blanco, protagonista absoluto del Circo Máximo, está la fama, el dinero, las diosas y la inmortalidad. La vida más allá del bloque gris en la periferia, la estrechez y el póster acartonado de Ballesteros pegado en la pared. El horizonte de grandeza, también, es lo único a lo que el madridismo puede agarrarse hoy para no tirarse por el balcón. Ayer dieron ganas de hacerlo. Los 85 primeros minutos del partido fueron como estar atado a una silla con una camisa de fuerza y un señor con bata humedeciéndote los ojos mientras te pasan en un proyector un coloquio de 3 horas entre Valdano, Cappa y Guardiola. Con el 2-1, Ancelotti quemó naves enviando a su mejor jugador anoche, Varane, a que le metiera los dedos al equipo hasta la campanilla. El Madrid vomitó todas las anfetas y el cristal que había estado consumiendo durante el partido, Rapha le dio un par de hostias, le preparó café y le puso un ibuprofeno en la mesita de noche. El equipo se despabiló y vio que sólo tenía un suspiro para no perder la Liga. Ojo, que no ganarla. Pero con ese suspiro fue suficiente. Por ahora.

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