Naves ardiendo más allá de Orión

Tengo 25 años, y más o menos, desde los 5, guardo memoria visual de todas las temporadas. He visto muchos Atléticos de Madrid desfilando por el Santiago Bernabéu. Equipos sin nombre, sin cara, sin ojos y mucha pata de palo. Onces llenos de baldoseros sudamericanos, de maradonitas y pelés comprados a precio de oro en el mercado negro de los juguetes rotos del fútbol profesional; formaciones circenses, saltimbanquis con cara de no saber ni siquiera dónde paraban, ni cuál era la portería del rival. El Madrid logró empequeñecer tanto a su vecino gritón y malencarado, que ganaba incluso sin querer. Hasta que llegó Simeone. Anoche, el equipo al que lleva trabajando casi dos años, puliendo a su imagen y semejanza, exhibió su condición de ejército de cyborgs maltratando al Real Madrid de Carlo Ancelotti. Por otra parte, era lógico que así sucediera: cuando enfrentas un equipo en construcción frente a otro que ya ha adquirido la dureza del diamante, la cosa suele terminar en tragedia. Así fue. El Atlético es el puño de piedra extensible con el que Simeone golpea en las costillas del adversario. Sólo necesitó un croché para noquear al Madrid. Di María arriesgó en la salida del balón, los rojiblancos subieron el Manzanares hasta Núñez de Balboa, y Diego Costa fulminó a placer. Después de esto al Cholo le bastó con poner la jungla de Ho Chi Minh entre Illarramendi y Benzema, y el Madrid quedó cortocircuitado. Como un paracaidista al que no se le abre la mochila, braceando en el vacío, sin nada a lo que agarrarse. Incluso con la salida de Modric y la percusión de Bale por la derecha, el Atlético no se inmutó, ni varió un ápice de su plan original.

El centro del campo parecía Omaha Beach. Minas antipersona, estacas clavadas en la arena, kilómetros de alambre de espino y búnkeres incrustados entre las dunas. Cada madridista que se aventuraba por entre las dos líneas de presión rojiblancas caía bajo el fuego granizado de un equipo que usaba a Villa de trampolín para lanzar a Diego Costa hacia el arco de Superlópez tras cada pérdida de pelota local. Pepe se ganó la mitad de sus treinta monedas de plata sosteniendo, hasta con el tacatá, las carreras apocalípticas del delantero kamikaze hispano-brasileño. Qué jugador, Costa. Me imagino cómo debe ser el rostro de un sicario, y se me infunde clavadito a él. Desquicia a todos a su alrededor, incluidos sus propios compañeros, pero consigue siempre lo que quiere. Por 3 puntos mataría a su abuela, y sólo madridistas de la altura de Hierro o Redondo podrían amedrentar a este agente de la Stasi que parece sacado de Tropa de Élite 2.  El Madrid no fue capaz de reducir la laguna Estigia abierta entre los centrales y los delanteros: Benzema y Cristiano pedían auxilio desde el balcón del área de Courtois, y Bale se afanaba en traspasar el cuerpo de sus marcadores. Cada vez que el galés recibía en el costado derecho parecía estar solicitando asilo político en alguna embajada: eran dignos de verse los 3X1 que ordenaba el Cholo sobre él, como sobre Di María al principio. El partido murió con los últimos arreones de Morata, un delantero tan racial como carente de talento que sin embargo estuvo a punto de empatar con una hermosa tijera. La salida del canterano fue como aplicar sobre el pecho del moribundo unas palas de electroshock. No fue suficiente, y el Atlético Aviación conquistó Chamartín por segunda vez en 2013. Lo mejor de todo esto es que, a pesar de la histeria colectiva que ya se apodera de la pre-menstrual afición blanca, el Madrid de Ancelotti sólo está arrancando.  Aconsejaría que no clavasen todavía la tapa de su ataúd, por lo que pudiera ocurrir.

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