Molinos contra gigantes

España es Bárcenas, Griñán, los EREs, los Puyol y su querencia suiza, el Carmelo, el 3%, las embajadas de los Països en el extranjero, los GAL, Eufemiano Fuentes, la Gurtel, Camps, los Calatrava por pagar y el aeropuerto de Castellón. Sí, vale. De acuerdo. Pero también es mucho más, a pesar de que el tan necesario noventayochismo derive -al hacerse popular y creencia cierta para la masa, todo se desvirtúa, incluso hasta los más níveos movimientos intelectuales de regeneración- en una exaltación grotesca de nuestros pecados capitales. En esta leyenda negra que nosotros mismos hemos ido tejiendo con los retales de una realidad implacable no cabe la mirada serena ni la reflexión pausada. De manera que no somos capaces de advertir que la cima de este enorme Everest de mierda -ese que en 2008 nos dimos cuenta de que, oh sorpresa, estaba ahí, aunque lleváramos años pasando por delante de él, ignorando su existencia- también está coronada, como la de todas las montañas, de hielo blanco y espuma de nubes, tan cerca del cielo que incluso convive con él. Y que la nieve, cuando el sol la funde, se convierte en un río de agua en el que nosotros, todos, España, tenemos otra oportunidad de purificarnos. Bebiendo de las fuentes de lo que, oscuridad aparte, todavía seguimos siendo. Porque necesitamos dejar de respirar por la misma herida de siempre, aun a costa de tragarnos la mierda, que es mucha. La necesidad de vertebrarnos alrededor de una identidad que no supure la visceralidad tribal que nos ha maniatado toda la vida es tangible, y va más allá de una limpieza institucional o una cura judicial a los males estructurales de un país carcomido por el egoísmo general: es un latido vertical que atraviesa el alma de toda la nación.

El sol de España derrite un hielo por cuya agua corren, cristalinos, hidalgos de adarga antigua y barbudos conquistadores de playas vírgenes e imperios milenarios. Ese es nuestro patrimonio. Si la explotación comercial de nuestra nación se articula en torno al rancio arquetipo folclórico, la fuerza de la marca huye por el boquete mediterráneo de la repetición. Ya no somos el exótico país de las mil y una noches que Irving vino a dibujar en el XIX: Berbería, Turquía y el Adriático son los nuevos edenes congelados en la nevera de la singularidad etnográfica. Hemos perdido ese punch, que era como el cartel cutre anunciando sangría cunera en un bar de atrezzo para guiris en la calle Mateos Gago de Sevilla. Sin embargo, puestos a construirnos una identidad visual que acrisole voluntades y engalle el pecho de eso que dan en llamar autoestima nacional, España puede proyectarse mercadotécnicamente sobre pilares más poderosos. Más seguros. Y más verosímiles. Una España de Mr. Hyde tan real como la España de Mr. Jekyll que viste Chesterfield y esquía en Baqueira antes y después de visitar a los amigos de Ginebra.

Esa España cabalga a lomos de Rocinante, y cuelga de algún sueño de Dalí dibujado en la cresta de un acantilado del Ampurdán. Esa España ruge como uno de los leones de la Alhambra; estudió en la Institución Libre de Enseñanza con Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y Gregorio Marañón; escribió el guión de todas las películas de Buñuel y fue la paleta con la que Picasso asombró al mundo. Esa España, y no es poco, tuvo París tiranizada bajo su pincel con dos genios cuya grandeur Francia quiso hacer suya. Y esa España vende su luz a precio de oro en Christie´s y Sotheby´s, a medio millón de euros el brochazo de Velázquez, Murillo y Goya, como si cada uno de los pigmentos con los que ellos esbozaron bufones, reyes, Inmaculadas y coraceros franceses acuchillados en las calles de Madrid estuviesen hechos con la piedra, la sal y la arena de cualquiera de sus playas. Playas donde desembarcaron legiones romanas buscando la puerta falsa de Aníbal. Playas por donde se introdujo la cruz en Europa, y playas por donde Tariq metió el Corán y después, con los caracteres rasgados de la lengua del desierto, a los clásicos grecorromanos que en la Europa septentrional ardían en piras de intolerancia o yacían sepultados bajo tierra, lodo y olvido. España, sí, es eso, y también es Ana Botella haciendo el ridículo balbuceando un inglés infame. Pero qué quieren que les diga: Don Draper no diseñaba sus campañas de Lucky Strike mostrando los pulmones negros llenos de cáncer y muerte, sino enseñando una mozuela en la flor de la vida saboreando lo tostado de los cigarrillos que la harían americanísimamente libre. La imagen. El relato. El discurso. Hijos del Renacimiento español poniendo sus vidas en el filo de una espada por el sueño de una ciudad llena de oro y plata. La narración encarnada en una partitura de Manuel de Falla, y la leyenda esculpida en mármol en un busto de Trajano en Roma.

Si continuamos empeñados en vender al mundo que abandonamos el traje de luces y la Carmen de Bizet por el gol de Iniesta y los Roland Garros de Nadal, seguiremos perdiendo batallas, porque como el antiCid totémico de la derrota y de un 1898 eterno, el estereotipo crucificará la visión que exportemos allende los Pirineos hasta que no sea derribado con una imagen tan potente como él. Recorrimos el siglo XIX con Gabriel Araceli, cruzamos el Atlántico en avioneta y sobre tres o cuatro tanques destartalados entramos en la París de Hitler antes que nadie. Hablo de esto. De jugar las partidas importantes con cartas nuevas, extraordinarias en su contenido y cuyo ethos sea fascinante, corrosivo, incomparable. Con la mitad de lo que hicimos en América, los ingleses se montaron la Commonwealth: luego vamos al COI y lo que allí ven de nosotros es a 180 ganapanes marcándose un todo incluido en Argentina a costa del contribuyente. Tira, Paco, que es pólvora del rey. España son tres reyes cabalgando colina abajo por la salvación de la civilización occidental, y un tipo dando la vuelta al mundo a bordo de una cáscara de nuez. Hazañas y proezas, ejemplos y mitos. Molinos contra gigantes que tumben la tradición obsoleta del españolito acomplejado siervo de sus pasiones y africanizado en su celo por el terruño y la comarca. Desde 2008 hemos aumentado los decibelios del cinismo atolondrado y de la mofa propia, desdibujando los límites de la reflexión crítica sobre nuestras propias actitudes. Hoy, los españoles no hacemos más que deformar el reflejo que nos devuelve el espejo donde nos miramos con el espanto y la desesperanza de 1898, como si nunca hubiésemos salido de esa cuneta histórica a la que nos arrojaron los acorazados yanquis en la bahía de Santiago de Cuba. Y tenemos que ir a Otumba de una vez, cortarle la cabeza Matlatzincatzin y enfilar de nuevo las grupas hacia Tenochtitlán, no por unos Juegos Olímpicos, o por una algarabía patriotera de chichinabo, sino por una simple cuestión de supervivencia: dos náufragos no pueden escupirse a la cara mientras se los lleva la corriente.

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