Era una pequeña bola de pelo negro, veteado con tiras de un ocre anaranjado como las nubes oscuras al atardecer, en los días de sol y sombra. Cabeceaba un poco hacia un lado, como uno de esos barcos viejos que abarloan hacia un costado como si les pesase el alma después de tantos viajes, y tantas olas. Tenía la cabeza desproporcionadamente grande con respecto a su cuerpo, menudo y pellejoso. Temblaba como un condenado, seguramente porque lo estaba. Su madre, una vieja bóxer arisca y celosa, ya se había comido a dos de sus tres hermanos. Al otro lo habían salvado por poco de perecer bajo el síndrome de Saturno que posee a ciertas hembras animales recién paridas y que las convierte en carnívoras antinaturales, como si algo las volcase a recuperar a dentelladas la vida que acababan de traer al mundo. Él, sin embargo, había esquivado una muerte sangrienta por la indiferencia de la vieja bóxer hacia su cuerpo menudo, flaco y desahuciado. Desnutrido y abandonado, la perra lo apartaba cada vez que el cachorro hambriento buscaba la teta. Lo habían llevado al veterinario, y el diagnóstico lo había sentenciado: debía estar una semana tomando vitaminas a biberón, además de ser vacunado un par de veces, y ni aun así su esperanza de vivir era cierta. Demasiado dinero para un pobre animal neonato a quien nadie quería y cuyo tratamiento de choque por la supervivencia suponía un desembolso prohibitivo para una familia sin ingresos en unos malos tiempos.
Así que se decidió. Hay pueblos de España, lugares alejados de la civilización cosmopolita, en los que todavía perduran los antiguos códigos acerca de la vida y la muerte. Me refiero a los que existían ya antes de que Walt Disney dibujase Bambi, y de que los niños del mundo crecieran viendo en los animales a simpáticos amigos parlanchines con un gran corazón. Esos códigos, forjados en la lucha secular contra el medio hostil, surgieron para darle al hombre algunas armas con las que enfrentarse a una naturaleza que no era agradable, ni risueña. Que tampoco tenía nada de amorosa. Igual que los galgos que no servían, por gastados, para la caza, eran colgados de una rama -no eran sino una boca más que alimentar, y además inútil-, los perros cuyos años de travesía por la vida junto al hombre habían trastornado su cánido juicio de fiel guardián y leal sirviente, eran arrojados a un pozo, puesto que ya no representaban más que un peligro. Un oscuro, pesado y costoso peligro para su dueño. Es una ley no escrita en los sitios donde la naturaleza es algo más que una escapada de domingo, un paseo en bici junto al río o un picnic al mediodía en el estupendo merendero del pueblo de los abuelos. Así que el pequeño cachorro iba a cumplir con el viejo rito de la superviviencia. De sus dueños, naturalmente.
Lo metieron en una bolsa de tela oscura. Un último vistazo a la desamparada cara del perro sirvió al dueño para sentir que un nudo se le apretaba debajo del esternón. Pero en el agros, en los malos tiempos, hay poco espacio para los sentimentalismos. Es actuar, vivir, replegarse o morir. Dejó de mirar, respiró hondo y anudó fuerte los cabos de la tela. De la negra forma silueteada salían gemidos débiles. Ignorantes, reclamando una ayuda que las circunstancias le habían negado a él, como a muchos iguales que él desde la noche de los tiempos. Salió afuera, a un solar vacío de vida y lleno de jaramagos, donde una tapia sin enfoscar ofrecía un altar preciso para el sacrificio al que se disponía. Agarró la bolsa, miró hacia la pared, y la estrelló. Cuando comprobó que dentro no latía vida alguna, la depositó, suave, en el suelo. Volvió a la casa y regresó con una pequeña azada en cuyo filo estaban grabadas tres generaciones de sudores, desvelos, tierra rota y surcada con el esfuerzo continuo de hombres en combate perpetuo contra Dios y el mundo. Cavó un hoyo mediano, tiró la bolsa dentro, y tapó de nuevo con la arena removida, aplanando cuidadosamente con el reverso del azadón. Una última mirada resignada al suelo le bastó para ganar la certeza de que el sol seguirá quemando aquel polvo sin vida, bajo el que descansaba un cuerpo condenado por la rueda implacable de un universo que gira sin sentido hacia ninguna parte. Que exige, como un dios maya cruel y desaforado, más corazones palpitantes para calmar una cólera incomprensible.