Como la crónica de una muerte anunciada, hace dos días, José Antonio Griñán escenificó ante las cámaras su renuncia a seguir al frente de la Junta de Andalucía. Fue casi conmovedor, de no ser por su absoluta falta de relevancia. Griñán compuso un discurso melodramático que pretendió incidir con una tragedia impostada, tan artificial que a Dexter casi se le hubiera caído una lágrima, en su condición de víctima política. De pobre bruja cazada en medio de un pogromo. Sin embargo, la incapacidad manifiesta de este hombre para transmitir alguna emoción con su paupérrima oratoria se tradujo en una pusilánime justificación de sí mismo que nadie recordará cuando esté sentado en el banquillo de los acusados por el fraude pantagruélico de los ERE.
Griñán deja como heredera universal del virreinato socialista de Andalucía a Susana Díaz. Cambio de guardia. El viejo dinosaurio saluda, marchito, al joven tiburón -que viene del latín «hila legítima del politburó»-. Los pretorianos del felipismo entregan la cuchara, acuciados por las consecuencias irreversibles de sus propias veleidades megalómanas. Hubo un tiempo en que se creyeron impunes, y soñaron con cabalgar eternamente a lomos de la codicia por las vastas praderas de la manipulación, y el interminable valle de la ignorancia deliberada del electorado andalusí. Quizá hoy, todavía y a pesar de todo, en Andalucía los socialistas todavía lo sean. Impunes, digo. No hay más que ver cómo siguen permitiéndose el lujo feudal de paralizar la actividad política de la región más deprimida de España mientras ellos dirimen sus particulares cuitas dinásticas. Es un fuero éste viejo y solariego, ganado con sacrificio y constancia de hormiga durante tres décadas de ominoso aclarado intelectual en una tierra, la que se despliega al sur de Despeñaperros, destinada a la indigencia cultural ad aeternum. Griñán lega el Trono de Hierro a una mujer, un asiento de espinosas puntas forjado con las cabezas de los dos millones de parados que siembran los campos de un lugar al que Quevedo dedicón, sin saberlo, su tratado sobre el ojo del culo. Seguramente a esto se referían los socialistas cuando, hace unos años, hablaban sin parar de la segunda modernización.
Parece que fue hace un siglo, pero hace menos de una década, y aun de un lustro, cuando el PSOE se agitaba bajo el mantra de la Segunda Modernización de Andalucía. Nunca supimos muy bien a qué se referían, probablemente por que jamás vimos la Primera. Aunque, no obstante, en ello puede que tengamos nosotros la culpa: lo mismo la Primera Modernización llegó mientras estábamos de cachondeo en la Feria de Abril, y no nos dimos cuenta. Y para cuando lo hicimos, habíamos acabado de despertar de la resaca y ella ya estaba allí, como el PSOE en el Palacio de San Telmo cinco minutos después de apagarse el eco del Big Bang. Deberíamos preguntarles a los delegados de la UGT, el sindicato socialista. Quizás ellos, entre raciones de gambas y barra libre de 2500 euros, la vieron de refilón, vestida de flamenca. ¡La Segunda Modernización de Andalucía! Fue, durante años, la entelequia propagandística más recurrente de unos tipos que, en el cenit de su ingenio más desaforado, desarrollaron el maravilloso lema que hoy verdea cual central nuclear soviética abandonada en mitad de Kazajistán: Andalucía, imparable. Seguramente tengan razón, y ya esté aquí la susodicha modernización. Una mujer al frente de la Junta. Joven, perfectamente conocedora de los entresijos oscuros de la política palaciega. Una cara nueva, que a fin de cuentas, es lo que el votante andaluz medio deseaba para acudir pronto a las urnas sin ese cargo de conciencia que algunas noches, entre programas casposos de Juan Y Medio y exaltaciones folclóricas a cargo de Eva González, le asalta durante un segundo de angustia en el que se cuestiona a sí mismo y se pregunta si quizá él también es culpable de algo. Menos mal que la novedad disipa pronto cualquier atisbo de reacción intelectual en los cerebros amodorrados.