Una botella en el mar

Tener un blog es como tener un niño, o mejor aún, un tamagochi. Al fin y al cabo, al tamagochi lo podías dejar a la mano de Dios sin que importase demasiado. Y bien saben los que tienen un retoño -por suerte, todavía no es mi caso- que hacer lo propio con uno de esos pequeños cabrones puede implicar farragosas consecuencias legales de inquietante y penitenciario final. Así que aquí me tienen, tecleando un sábado al mediodía mientras el ventilador no para de dar vueltas, y más vueltas, removiendo la bolsa de aire sahariano que se me ha colado en la habitación sin que el hombre del tiempo haya dicho esta boca es mía. A veces tengo la sensación, inefable como los poemas de García Lorca, de que escribir en uno de estos magníficos inventos es como emitir el mismo mensaje cifrado en bucle a través de una estación de radio en la colina de una isla perdida en mitad del Pacífico. Uno formula aquí una serie de cosas, historias, quizá reflexiones sin mucho sentido práctico, y las lanza al espacio exterior con la pretensión, vanidosa y vana al mismo tiempo, de que alguien las recibirá en alguna parte. Es un poco la esperanza del náufrago que garabatea un trozo de papel y lo tira al océano metido en una botella de cristal vacía. Sin embargo, aunque la sombra de esa duda corroa la intención primigenia de comunicar y gritar al mundo que hay un trozo de roca habitada en medio del páramo desierto, yo, como el robinson desahuciado en su peñasco, la solvento preguntándome a mí mismo: ¿tengo algo mejor que hacer?

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