Ha vuelto Breaking Bad, y es maravilloso comprobar el ansia con que en todo el mundo se esperaba el regreso de una serie que, mucho antes de terminar, ya forma parte del imaginario colectivo de una generación. Normalmente las series, y las películas (hay más cine ya en las primeras que en las segundas, lo que habla tan bien del formato televisivo como mal del cinematográfico) alcanzan la categoría de culto una vez finiquitadas. Ocurre un poco como con esas medallas al mérito, al valor o al trabajo, que se dan a título póstumo, como si el hecho de la muerte determinase el heroísmo de las acciones, no las acciones en sí mismas. Como si la muerte dignificase, o lo cubriese todo con un mando de áurea magnanimidad, per sé. Está bien que proliferen dibujos, graffitis, camisetas, tatuajes y hasta obras de arte que homenajeen Breaking Bad, y en especial, la figura de su protagonista, Walter White. A balón parado uno puede preguntarse qué es lo que nos mueve a vincularnos emocionalmente con semejante hijo de la gran puta. Y es complejo, sin duda, identificarse con un tipo capaz de traspasar absolutamente todos los límites imaginables entre el Bien y el Mal con tal de conseguir sus objetivos. Sin embargo, es aquí donde está la primera pista: en los fines. ¿Qué es lo que quiere Walter White por encima de todas las cosas? Sobrevivir. Ese, y no otro, es el punto de partida de una relación antropológica entre el espectador y el insignificante profesor de química de Albuquerque metido a narcotraficante de metanfetamina. Por que Mr. White es el tipo con más miedo que he conocido nunca en la ficción, televisiva y cinematográfica. Es un temeroso compulsivo, un obseso de la seguridad, un asustadizo hombre de ciencia al que el revólver le pesa más que a Atlas el mundo. Y he aquí el segundo elemento de nuestra conexión con el protagonista de esta serie prodigiosa: Walter es como cualquiera de nosotros. Un tipo que jamás pensó verse en el centro de un universo de violencia tan alejado de su cómoda vida de padre de familia sumiso como el planeta Marte de nuestra órbita. Walter teme y quiere vivir. Estas dos condiciones argumentales le sirven para encauzar todo su inmenso talento racional al servicio del objetivo último: salvarse y salvar a los suyos. Cualquier espectador sería capaz de hacer lo propio en su lugar, y eso es lo que nos adormece el sentido cultural de nuestra mirada civilizada y civilizadora: se nos despierta dentro el macho alfa a cuyo cargo, y a cuyas garras, se confía la vida de la manada. Pero hay más. Y eso es lo que nos atrapa.
Detrás de la maldad innata liberada, en el corazón del protagonista, por una serie de estrambóticas circunstancias, va alojándose cierto grado de vanidad personal, egoísta y fascinante, que nos rodea con la vistosidad erótica del mapa de Ucrania trazado en cocaína sobre el vientre de una veinteañera. Aquel I won lo pronunciamos todos como si cada uno de nosotros hubiese resultado vencedor de ese western frío y dilatado como un parto interminable con Gus Fring que se eternizó hasta el paroxismo. Tras la explosión de adrenalina y pánico extrasensorial, el animal acorralado se irguió sobre sus dos patas: vanidad y poder. La primitiva lucha por la supervivencia dio paso a otra cosa más prosaica, más humana, y por ello no menos adictiva. Walter White había encarnado, entonces, la fantasía que todos ocultamos en algún rincón profundo de nuestras psyques, en esos cajones oscuros donde habitan el delirio frenético de todos los alter ego que desarrollamos cuando nadie nos ve pero a los que mantenemos atados con una camisa de fuerza para que no vean la luz y nos busquen problemas. Walter era jefe, y sobre la azotea de su anodina casa unifamiliar ondeaba el lema de Tony Montana: World is yours. Eso es lo que hace tan puñeteramente cercano a Walter White. Tan irracionalmente nuestro. Tan naturalmente vinculado a una audiencia compuesta, en su mayoría, por una generación de sueños desperdigados y remotos que mitiga frente al ordenador y la Play la descarnada desesperanza de un futuro huérfano y un horizonte mezquino. Nos agarramos a Mr. White por que es el ser mediocre y atemorizado que a base de puro huevo, talento y amoralidad conquistó un efímero y amargo trono de sangre, dinero y control. Control de otras vidas y, sobre todo, dominio de la suya propia. Sacrificándolo todo. Walter White ha hecho lo que nosotros dibujamos con la mirada perdida en el fondo de los cubatas de alcohol barato mientras nos anestesiamos para olvidar que el lunes todo seguirá igual.