Todos los gobiernos de la democracia han azuzado el espantajo de Gibraltar cada vez que sus índices de popularidad asomaban por Liliput. Detrás del espantapájaros vestido de rojigualda que nuestros políticos agitan cada cierto tiempo, muy fuerte y con mucho algarazo, viene una procesión de figurantes que parecen sacados de una película de Berlanga. Yo no sé dónde se esconde tanto patriota entre medias, cuando Gibraltar deja de ser el destino histórico de nuestra nación y desaparece de la actualidad mediática española. Si no llega a ser por los recientes éxitos de la selección nacional de fútbol, hubiese creído que toda esa pulsión nacionalista no es más que una legión de extras sacados de algún estudio cinematográfico, a 50 euros el día de españolía ardorosa. Son entrañables. La zona límbica del demiurgo colectivo español tiene todavía un sensor que se activa cada vez que el nombre de Gibraltar resuena por alguno de sus recodos. Somos como un vitorino al que le agitan un trapo rojo delante de los ojillos miopes: allá vamos, embistiendo atolondrados, como si del ¡Gibraltar, español! que farfullamos a boca llena, casi ahogándonos de la rabia, dependiese la última carga de la brigada de caballería que salvará nuestro honor como país. Honor que parece importarnos más bien poco cuando otras cuestiones despejan el horizonte y nos acercan la realpolitik patria, nuestra liga, que diría un entrenador cagón de equipo de provincias. Entonces no nos enervamos, y la hidalguía de telediario que nos hincha la vena y saca al Cid que todos llevamos dentro se hace, de pronto, arteria huidiza de heroinómano. Somos muy facilones. Rajoy se ha puesto a mirar muy serio y muy ceñudo hacia el Peñón, como queriendo infundir de golpe todo el respeto que España se ha ido dejando, como harapos de un antiguo y lustroso uniforme de paseo lleno de charreteras mohosas, colgado por cada una de las aristas de la roca gibraltareña. A quién pretendemos engañar, Mariano. A estas alturas de la película. La pose de duro, malote de serie B, del Gobierno -aun teniendo razón en sus reclamaciones- llega con un par de siglos de retraso: la cofradía de piratas hermanados en la turbiedad del lodazal fiscal que anida bajo la Union Jack en las aguas del Estrecho no tiene más que echar un vistazo por encima de la verja para partirse el culo con todos nosotros.
Duro de serie B
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