Huellas de viejo

Desde que descubrí los libros de viejo mi suscripción a las librerías tradicionales ha quedado reducida a la puntual cita con las rarezas y los ejemplares de difícil adquisición. Gozoso de mí, Cuesta Moyano apareció en mi vida para iluminarme el rincón más especial del Madrid que conocí. Después del hallazgo de este tesoro, nada ha vuelto a ser lo mismo. Acudo a cada mercadillo con la avidez salvaje del soldado de infantería que saquea una ciudad en llamas, conquistada. En Madrid precisamente atrapé una biografía de Felipe II, mi rey favorito en dura competencia con su imperial padre, en cuya guarda reza una inscripción que por un instante me hizo sentir extraño, como un ladrón de tumbas asustado ante la tez iluminada del faraón al que expolia su cámara mortuoria. «Madrid, 5-XI-1999. Confiando en una amistad duradera que será amenizada por los libros, una afición común. Fulanito de Tal.» Pasmado por un instante ante esta revelación ajena de un afecto que trascendía -o eso imagino- la mera página en blanco de un libro de Historia, pienso en dónde acabarán todos esos libros que hoy retengo como el mayor ajuar del que me declaro orgulloso propietario. En qué manos. En qué época. En qué lugar. O lugares. Los libros son como seres vivos, y algunos van dejando un rastro de itinerancia errática, como la de un barco a la deriva capitaneado por el espíritu de un holandés borracho y maldito. Lo cierto es que, como buen fetichista -Freud hablaba del coleccionismo exagerado como un síntoma de personalidad obsesiva, qué horror, leí que eso también implica escasa inclinación hacia la actividad sexual y en el acto dejé de leer- creo que si algún día estas siete plagas que nos azotan me permiten encontrar un trabajo y, ya saben, iniciar mi camino, legarles un buen latifundio de libros a mi orgullosa prole ha de ser la mejor herencia posible en este mundo dejado de la mano de Dios.

Terratenientes de prosa castellana del siglo XX, hacendados de la historiografía, potentados de la novela del XIX. Mas, si esto no fuera posible, y los avatares de mi vida fuesen los de cualquier negrero barojiano tripulado por vascos ingobernables de Lúzaro, no me quejaría si mi pobre botín acabase en los escollos de algún puesto de viejo, manoseado por lectores intrépidos y comprados por bibliófilos sedientos de historias y escasos de sonante en los bolsillos. No sería, vive Dios, un mal plan, ni tampoco huero consuelo el pensar que si las obras que lograse parir se las tragara el agujero negro del olvido -por peñazos infumables, ya lo creo- al menos la posteridad conocerá mi firma: la que estampe en todos esos libros de segunda, tercera, cuarta y hasta quinta mano, que van apareciendo ante mí como boyas grises en el camino de un náufrago hacia la costa. Los libros de viejo son eso, y también son huellas. Bajo la mía, la de otras vidas, que no conocí ni tengo por qué. Tampoco conocerán las mía quienes firmen los mismos libros una generación después, como miembros de una hermandad anónima y dinástica: una estirpe de curiosos con afán de perdurar en el tiempo y en la distancia, a través de la letra hervida con la sangre de todas las historias que nos hacen ser lo que somos. La certeza de que un libro, ajado, roto y gastado, es mejor que la compañía de casi todas las personas que forman parte de nuestro espectro vital, hace que cada día me sienta más seguro y más triste. Como uno de esos piratas echados a la mar por un desamor truculento, la nuestra no es una cofradía de bucaneros de fortuna, sino todo lo contrario: una horda de desesperanzados con trabuco y breviario.

Deja una respuesta

Por favor, inicia sesión con uno de estos métodos para publicar tu comentario:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s