Notas sueltas en el primer día de agosto

El peso abrumador de la realidad se hace presente de repente en días como el de hoy. Lentos, pesados, agónicos bajo una manta abrasadora, transcurren desde el alba hasta el ocaso en la cama, con la cabeza cargada con la fiebre del despropósito. Despropósito sin sentido de una vida que extingue vidas al paso que descarrila un tren lleno de instantes ya cincelados en el mármol efímero de un segundo fugaz y eterno, para siempre. En la tramoya de todo eso, donde nosotros los humanos guardamos como hormiguitas incansables los artefactos con los que pretendemos transformar la obra de nuestros días, se quedan los gestos, las ambiciones, la ilusión, la desesperanza, la tristeza y la amargura contenidas en sólo un parpadeo. Breve, como la respiración. Siempre soñé con que cada uno de nuestros movimientos, tanto físicos como espirituales, permaneciesen en la posteridad, grabados como en una micropelícula indeleble -e invisible- que Dios, o cualquiera, hubiese escondido detrás de lo que vemos con los ojos, en los rincones del mundo. En las esquinas de lo cognoscible. ¿Por qué ha de perderse el manantial de lógica y razón, de emoción y sensorialidad, que cada uno de nosotros alberga dentro de sí como una de esas antiguas cajas de música cuya bailarina petrificaba en un segundo inmortal toda la fuerza del presente que se escapa hacia ninguna parte?

Llevo dos semanas sin escribir y en el mundo ha pasado de todo. El otro día se me ocurrió que George R.R. Martin visualizó España cuando habló de los duros inviernos de más de siete, ocho o nueve años. Yo sobreviví a la crisis, podremos esculpir en el dintel de nuestras casas cuando este invierno terrible haya abandonado nuestra Invernalia. Si es que sobrevivimos. La plaga bíblica que sobrevuela el cotidiano combate entre el presente, las metas, las obligaciones, los límites y el futuro de los españoles desde hace siete años ya forma parte de nuestra familia. Es una más. Tan acostumbrada está a convivir en nuestros hogares que se queda casi siempre a comer, como un primo gorrón, un cuñado cansino o una vecina a la que en su casa han arrumbado en un rincón como a un trasto viejo. Uno deja de darle a la tecla un tiempo, pensando en que incluso los ronin sin amo -ni soldada- también tienen derecho a un noble descanso, y la realidad lo avasalla como una trepidante cabalgata de noticias, sucesos, acontecimientos y vida paralela que surca el océano que se abre tras la ventana por cuya persiana echada hasta abajo vislumbramos lo que pasa fuera de nuestro camarote oscuro y protegido del sol exterior. Trenes que descarrilan, émulos sin carisma de Randolph Hearst que sentencian a infelices con portadas cargadas de indigna mezquindad, presidentes que comparecen, senadores que teatralizan la farsa convenida para que la función siga llenando las salas, hombres buenos que mueren.

Es en esta última categoría en la que me quiero detener, pues si bien los hombres -los buenos y los malos, pero más lo buenos- tienen que poca delicadeza de morir demasiado, todos los días, hay algunos que no merecen la esquela en blanco del olvido. Quisiera decir mucho más de un gran madridista al que apenas conocí en 140 caracteres geniales repetidos día tras día durante casi cuatro años. Cuatro largos años en los que junto a otros bandoleros inconformistas, inadaptados y brillantes exégetas de lo no establecido, naturalizó la chispa intuitiva del espíritu contestatario que nos unió a los demás, junto a él, junto a ellos, en torno a un núcleo central al que todos fuimos llegando inconscientemente. Involuntariamente. Sin preverlo, casi sin quererlo. De pronto nos habituamos a leerlo con la normalidad con la que vemos al sol salir cada mañana, e interiorizamos una vida que él quiso mostrarnos a golpe de tweet, como si un escultor del Renacimiento instalase su taller en medio de una plaza y todos viésemos jornada tras jornada cómo va creciendo su gran obra maestra, delante de nuestros ojos, departiendo con él, tomando acaso el martillo y el cincel para indicarle un toque allí, un tajo allá. Ahora el taller ha cerrado de repente, pero ante nosotros queda la escultura inconclusa y el deber, inaplazable, de asumir su propiedad como si fuese nuestra, para que jamás se olvide lo que él compartió con todos nosotros.

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