Un minuto de sueño

La monotonía de una carretera recta. Conocida. Sencilla. Sin curvas pronunciadas, ni cuestas, ni desperfectos. La arrolladora autoconfianza hija de la costumbre que se adueña de tu concentración. Una mala noche, quizá. Alguna bronca en casa, a lo mejor una discusión. Nimiedades con dolor suave de corto alcance y amargor latente de profundidad oceánica, tan propias de la rutina del hogar. Puede que esa mañana la cafetera estuviese averiada en el bar de todos los días; o puede que ni siquiera la cafeína se interpusiera entre la consciencia y la terrible modorra de media mañana. Ya saben, esa somnolencia ignífuga, superviviente a todo tipo de remedios contra ella, que llega con una puntualidad británica para cerrarnos los ojos como si fuesen las persianas de un dormitorio. Quién puede saberlo. La aleatoriedad de los hechos, las circunstancias imprevisibles que condicionan de forma irremediable el curso de los acontecimientos, la tyche que rige los asistemáticos movimientos de los átomos por la inmensidad de los universos, qué sé yo. Como un controlador aéreo alienado por la muerte de su hija que desatiende por un instante la pantalla del radar, y dos aviones chocan en el aire. El chófer del autobús que el otro día se estrelló en una carretera de Ávila, diez minutos antes de llegar a su destino, matando a 9 personas e hiriendo a otras tantas, ha confesado que se quedó dormido al volante. Un momento. Un segundo. Un minuto interminable, eterno, azaroso y macabro de sueño que cambia toda una vida. Que la corta. Que la destroza. Que la arruina, la cambia, la estruja y la pulveriza. Con la implacabilidad de la causalidad cósmica con la que Dios se entretiene jugando a los dados.

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