Dios da puñales a quien no tiene mocos. O kleenex a quien tiene un palmo de navaja metido en el vientre. O al revés. La cuestión es que el hombre se pasa la vida perdido en un océano de naderías, anhelando lo que no debe y desentendiéndose de lo que tiene. Contemplo a mi alrededor a quienes tienen algo por lo que yo mataría. Sin embargo, imbuidos por un inconformismo naïf, se dejan llevar hacia la nada más absoluta mientras se lamentan por frivolidades y el qué dirán. No sé si soy yo, son ellos, pero me siento como uno de esos alienígenas de Mars Attacks. Sí, con las mismas ganas de matar, también. Como si mi reino no fuese de este mundo, cada día interpreto mejor la realidad que me cerca, pero la big picture que se va alzando ante mis ojos como el telón de un escenario no me gusta nada. Se pierden los hombres, se malogran las empresas, se deshilachan las voluntades, en un marasmo repugnante de egoísmo, incomunicación y costumbrismo. La dictadura de la mediocridad juzga, condena y ejecuta las vidas de los ciudadanos interconectados de la aldea global, que no son más que pescadores, hortelanos y siervos de la misma gleba de antes con unos oropeles nuevos. Whatsapp, Line, iPhones, Twitter, Facebook, sábado noche, domingo por la mañana, lunes que mutan a viernes y la ausencia de la intención de huir del agujero negro es tan ruidosa como una orquesta de verbena popular. De verdad, que no lo entiendo. Abrigados en la falsa normalidad convencional, en el estrecho corsé social cuyo paso lo marca el toque de los mass-media, la cultura de masas y la herencia desperdigada de un antiguo régimen moral que sobrevive cual cucaracha al paso nuclear de los tiempos; cubiertos, como digo, bajo ese paraguas, a mi alrededor casi todos abandonan el ejercicio del cerebro, la autocrítica y el férreo cultivo del espíritu y el destino personal, para arrojarse en los comodísimos brazos de lo cotidiano. Barato refugio, y frágil asidero. Cuando al final, el túnel se va acercando como boca de lobo para tragarnos definitivamente, lamentaremos, como Iván Ilich, no habernos mirado en el espejo del monje asceta que mira, busca, crea, reflexiona, falla y va construyéndose a sí mismo con los ladrillos que va encontrando en su camino. Lo peor de todo es que, encima, tienen la desvergüenza de juzgarme, y la indecencia de hacerlo con sus códigos morales atrasados, incompletos, estúpidos, pueriles.
Completamente domingo
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