Cuando uno contempla de cerca uno de los hechos decisivos de la vida, tiene tiempo para pensar. Más del que debiera. Los momentos que marcan nuestra existencia, los alegres y los tristes, se van alternando a partir de cierta edad. Cada vez con mayor frecuencia y rapidez. Nos vamos haciendo grandes, cae el velo de inmortalidad y reverencia que cubría el mundo que nos rodea, y el cartón resalta ya demasiado, como en un viejo cine a punto de cerrar agobiado por las deudas. A los sillones va cayéndosele el terciopelo, los taquillazos de Hollywood van espaciándose más y más en la cartelera, las cortinas amarillean, raídas por debajo, dejan de poner coca-cola zero en la cafetería del hall y todo se ve envuelto en un ambiente rancio, de lobreguez. Empieza a oler a cerrado. Así es un poco la vida, también. Desfilan las máscaras, en un baile soez, vacío de glamour y carente de toda fascinación. Reflexionaba hace unos días, mientras transitaba por uno de estos círculos dantescos, y por entre las niebla flamígera vislumbraba dos raíles. El mundo está montado así, me dije. No podía ser de otra forma. Todos esos fenómenos naturales a través de los cuales vivimos, y recordamos, están encauzados de dos formas.
Hablo de nuestra civilización, por supuesto. Los colectivos en estadios tribales son mucho más honestos a la hora de hacer estas cosas. Los ricos, la burguesía de toda la vida, la gente que parte el bacalao y retiene la propiedad del poder, han ido desarrollando en el discurrir de los siglos un savoir faire para solventar los trámites del destino: el nacimiento, la llegada de la edad adulta, la boda, la muerte, etc. Incluso hasta el divorcio. Absolutamente en todas estas cosas han construido una propia manera de conducirlas, dibujarlas, levantarlas cual castillo efímero, llevarlas a cabo con discreción y elegancia. Es algo heredado, consuetudinario, completamente normal, fruto de generaciones y generaciones haciendo lo mismo, importando fastos y adoptando maneras de otros lugares -que no clases-. La huella de todo esto se siente en el cómo y el cuándo: un rico se muere y casi no hace falta avisar a Caronte para que esté con la barquita preparada en la orilla del Estigia. Él ya lo sabe, y además, le pagan por ello. Tiene la dirección del panteón privado escrita en el GPS. Los pobres, en cambio, se pasan toda la vida pagándole a Caronte un pasaje en la barca mediante ese impuesto revolucionario de las familias humildes llamado seguro de los muertos para que, al llegar a bordo el barquero cabrón les mire con cara de asco y les meta prisa para subir. Rumbo a bloques de paredes sin nombres, aturulladas de nichos colmados entre cuyas flores, vasos y chapa desconchada apenas se adivinan los nombres de sus ocupantes. Cuervos negros en el mismo vestíbulo del hospital atribulando con papeles la salida hacia el Averno del pobre desgraciado, confundiendo a familias desnortadas con montañas de burocracia y toneladas de lugares comunes mercantilizados por la aceptación colectiva de que es lo que hay que hacer, lo que siempre se ha hecho. Es la industralización de los procesos naturales: el rico dibuja, el pobre copia, no teniendo más remedio que conformarse con la marca blanca de la vida.