Don Carlo

Ayer se presentó don Carlo en Madrid. Traje azul oscuro, corbata gris, impoluta camisa blanca, cualquier guionista de Mad Men hubiera firmado su puesta en escena. Pero Ancelotti destila italoamericanismo gangsteril denominación de origen Los Soprano. Resulta sencillo imaginarlo con un chándal cutre, de piojito, marca Nisu, Acliclas o cualquiera de esas firmas pirata que han sembrado la niñez de los jóvenes crecidos en los 90 en el sur de España; saliendo de Satriale´s con un cuarto y mitad de prosciutto enrollado en un cartón, o cortando la punta de un habano mostrando a cámara su meñique engolado con una sortija cara y hortera. Don Carlo tiene papada mediterránea, a pesar de haber nacido en la Emilia. No es un don nadie, y cumple con ese patrón personal por el cual considero que al Madrí, no pudiéndolo entrenar un condottiero de los banquillos, debe hacerlo un tipo en cuyo palmarés cuelgue una -o dos- Copas de Europa. Al Madrid deben venir entrenadores con la charretera llena de medallas que brillen mucho al sol, o gente que aspire a tenerla así algún día. Ancelotti, además, viste muy bien, herencia de sus años en Milán, y porque, supongo, eso se lleva en la sangre. No es lo mismo nacer en Italia que en Dos Hermanas. Hay cosas que marcan, y el determinismo sociocultural sólo se quita con años de desbrozamiento. En eso creo con firmeza.  Confío en que no le pase como a Mourinho, que sólo conservó el traje durante los tres primeros meses en España. Algo insano debe flotar en el ambiente de este país, que lo enmohece todo. Quizá Victoria Beckham tuviera razón, y hedamos a ajo sin darnos cuenta. Qué sé yo. José se fue de aquí con 10 años más encima, abandonado a las bragas de cuello Adidas y el chaleco de albañil. Unas horas después, asomó por Stamford Bridge y lucía sonriente, moreno y con una magnífica americana. Ancelotti se ha sentado encima de una trituradora accionada por una horda de paletos -con carrera y sin ella- y yo deseo que sólo deje la pose de gentleman para disfrazarse de fakir, haga salir a la serpiente de la cesta de mimbre tocándole la melodía del degüello, y la taje por la mitad cogiendo la faca donde justo se la dejó Mourinho. Baila contenta la serpiente, estos días. Cree tener delante a un ratón. Solamente bajaré del monte al que me eché en mayo para abrazar el carlettismo exterminador que mata esperando el postre en Il Vesuvio.

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