Un hombre normal

Se han escrito tantos y tan buenos obituarios desde el miércoles, y se le ha despedido de tantas -y tan excelsas- maneras, que poco más hay que añadir a lo dicho ya. La muerte de James Gandolfini, el puto Tony Soprano, me ha dejado frío, sonado, como cuando vamos caminando por la calle y de repente se cae un zócalo encima de la persona que tenemos enfrente. Uno no sabe muy bien cómo reaccionar, pues la irrupción espontánea de la tragedia en la cotidiana y lineal realidad siempre tiene algo de sobrecogedor impacto que aterra y paraliza. Los mitos no deberían morir nunca, lo digo cada vez que uno de ellos entrega la cuchara, que es una expresión muy germánica y muy descriptiva. No en vano, se la escuché por primera vez a un amigo alemán, y me maravilló: es exactamente lo que hacen los iconos, pues jamás serán vencidos, sino que, simplemente, aplazan su condición de mortales y transforman la muerte en un mero trámite burocrático. Algo que hay que pasar, inevitable trance al que están sujetos por la molesta pesadez de estar encerrados dentro de un cuerpo humano. Como dice Loquillo, Tony ya no es inmortal, ahora es eterno. Entregó la cuchara de simple mortal para quedarse grabado en la posteridad, flotando en la nebulosa donde se quedan los héroes, los tipos normales que un día reciben la oportunidad de su vida y la asumen componiendo un gesto cualquiera de agradecimiento. Cuando estabas vivo y creía que iba a volver a verte más adelante, siempre más adelante, escribiendo historias de hombría y glamour mirando con desprecio el fondo de un trago como aquella vez en el club, fantaseando con la goomah de su padre y JFK, pasé contigo mañanas, tardes y noches pegadas al portátil. Ahora que te has ido volvemos a quedar en el peaje a Nueva Jersey, pero enciendo la tele sabiendo que ya no habrá nada más allá del fundido a negro.