Mi concepto acerca del periodismo es claro, y bastante conciso: el periodista es un artesano que con honestidad y veracidad construye un relato de los hechos. Honestidad y veracidad son las únicas claves. Descartando la objetividad como residuo mitológico de una cosmovisión del oficio alejada de la realidad, sobre estos dos pilares ha de construirse la identidad profesional de todo el que pretenda dedicarse a contar, interpretar y comentar la realidad. Con esto, queda claro, no me refiero sólo a lo estrictamente informativo: para opinar, ya sea en un blog, en una columna periódica, delante de un micrófono o declamando en una asamblea, hay que tener honestidad, y con ella utilizar todos los argumentos y mecanismos retóricos necesarios para articular un discurso veraz. Esto es, que se asemeje a lo que ocurre, que sea creíble, que esté elaborado con retales verdaderos, no falaces. En un panorama laboral cada vez más derivado hacia la interpretación, donde la información queda reducida a las agencias, la tertulia y la crítica son las puertas por donde los periodistas de hoy tienen que abrir una brecha en la muralla. La honestidad es la viga maestra de la presunción de veracidad de la que gozan ahora mismo muy pocos periodistas, en general. La falta de credibilidad global de un gremio en permanente crisis no es achacable a ningún factor exógeno: parte de sus mismas entrañas. Son los periodistas los que destruyen su propio campo de actividad repitiendo comportamientos y actitudes indignas, y adobándolas con una lujuriosa y endogámica ausencia de crítica y vanidad corporativa lamentable. Por ello, nadie les toma ya en cuenta, sobre todo en las nuevas generaciones de españoles que están creciendo bajo el amparo de las imparables plataformas de la web 2.0, cuyo desarrollo, amplificado por la profusión de artefactos tecnológicos de primera magnitud, les permite construir sus propios relatos de la actualidad, de la realidad del mundo que les rodea, o acceder a otros discursos no mancillados por la bajeza de cierta forma de entender la comunicación de los medios tradicionales. Por lo tanto, esa vanidad vacía, esa fatuidad gremial del periodismo que no duda en esgrimir derechos y libertades consagradas en constituciones de otra época y de otro mundo que ya no existe para preservar su autoalimentada condición de garantes de la información ciudadana, no es ya más que un brindis al sol, aunque ni siquiera las nuevas hornadas de periodistas contemporáneos sepan darse cuenta de ello.
En el caso del periodismo deportivo, la ausencia de credibilidad es un problema estructural. Si siempre se consideró a estos periodistas, dentro del gremio, como a los tontos del pueblo, ese prurito de condescendencia corporativa está, hoy día, más justificado que nunca, puesto que no sólo son los más bobos del oficio, sino también los más mezquinos. Y esto, dentro de una profesión marcada por el cinismo, es decir mucho. La vileza y la ruindad, la chabacanería y la falta de cualquier tipo de vergüenza, ya sea personal o profesional, se han convertido en la denominación de origen del periodismo deportivo en España. Un periodismo que vive casi exclusivamente del compadreo con los protagonistas, de la adulación permanente y el servilismo acrítico. La prostitución intelectual y la deshonestidad están a la orden del día, puesto que, convenida previamente la máxima de que el campo de desarrollo laboral de los periodistas está hoy en la interpretación y la opinión, en el análisis y la recreación, más que en la información, el rigor y la pulcritud en este campo, directamente, no vende. Y por lo tanto, no interesa. Con esto me refiero a los capos del periodismo deportivo, que son los que verdaderamente prostituyen sus conciencias por el vil metal -Segurola, Roberto Gómez, Josep Pedrerol, Tomás Roncero, Manolo Lama, Paco González, Alfredo Relaño, etc-. Detrás de estos nombres, debajo de este oropel barato y de mala calidad, se esconde el pelotón: ese ejército de periodistas deportivos anónimos, desconocidos o semisdesconocidos, cuyo nivel intelectual es ínfimo y que verdaderamente constituyen una tragedia puesto que su comportamiento es gregario, como el de un inmenso hormiguero gobernado por los nombres arriba mencionados, y que no hacen sino repetir sus consignas, sus métodos, sus actitudes mafiosas, lúgubres, casposas, ridículas. A todos estos, tanto a los soldados como a los generales, les ha venido como anillo al dedo el repentino éxito del fútbol español a nivel de selecciones de los últimos años: las victorias de España en Mundiales y Eurocopas les han permitido -a todos, repito, jóvenes y viejos, conocidos y desconocidos- sacar afuera y no esconder (al contrario, sino presumir) las vergüenzas de sus espíritus paupérrimos: arrogancia, falsa modestia, chulería barriobajera y chabacanería sin gentileza.