Drácula

Hace unos días me terminé Drácula. La original, por supuesto, de Bram Stoker. Llevaba alrededor de diez años en mi estantería, sin mancillar. Siempre me dio pereza ponerle las manos encima, por aquello de lo manido de la temática vampiresca. Inmediatamente se me venían a la cabeza Crepúsculo, True Blood, Blade, y tantos sucedáneos de pesada digestión, y desistía siempre de intentar su lectura. De hecho me he sorprendido a mí mismo disfrutando como cerdo en lodazal de una novela trepidante. Reflexionando, quizá Drácula contenga demasiada carga de profundidad para una época como la nuestra, en la que todo es ligereza, flúor y volatilidad. Por poner un ejemplo, el personaje del doctor Van Helsing ha sido reducido, en espurios largometrajes de serie B, a un cliché: el de superhéroe todopoderoso, aniquilador de vampiros y salvador de la Humanidad. Quizá a Stoker hubiera que desfibrilarlo si despertase hoy y viera lo que su obra ha generado. Y degenerado. El por qué no me lo pregunto; como dije antes, el siglo XXI es el imperio de lo audiovisual, la tiranía de lo efímero y la salvaje imposición del nanomensaje. Más de la mitad de mis compañeros de clase en segundo de bachillerato tardó nueve meses en captar la esencia de un comentario de texto. Muchos de ellos carecían de una comprensión lectora que pudiésemos llamar, siendo benévolos, suficiente para entender lo que tenían delante. Algunos, todavía a esas alturas de su educación, situaba la India en Islandia cuando nos obligaban a realizar sencillos test de geografía política. Doy fe de ello: lo he visto con estos ojitos que han de comerse los gusanos. Pues bien, esta es la base generacional de La Horda Consumidora que alimenta la industria cultural de nuestra era. Incapaces de deglutir un tratado sobre el Bien y el Mal que sobrepase los límites del simple y ridículo combate de boxeo entre el superhombre y el supervillano, la gente exige -necesita- productos circulares, cerrados, fácilmente reconocibles, sencillos y, sobre todo, emocionales. Una de las cosas que aprendí, precisamente, en bachillerato, es que la región cerebral que controla las emociones es la zona límbica, y que éste es, a su vez, el lóbulo más antiguo del órgano superior humano, emparentado directamente con nuestro pasado evolutivo saurio. Hoy en día es fácil reconocer que la mayor parte de los mensajes que consumimos atacan principalmente el sistema límbico, puesto que reaccionamos de forma instantánea a una pulsión sensorial o emocional. Por supuesto, mucho antes que a cualquier estímulo racional o intelectual. Hemos retrocedido, por tanto, un peldaño en la escala evolutiva. Hemos olvidado quiénes somos, y de dónde venimos, para disfrazarnos otra vez de antropoides que viajan hacia ninguna parte en lianas de primera clase. Que el doctor Van Helsing haya sido despojado, por la factoría cultural moderna, de sus atributos de galeno neoclásico y alquimista medieval, no resulta, por tanto, nada extraño. Lo mismo han hecho con el conde Drácula. De heredero de una estirpe de agentes del mal imperecedero cuyas armas no son otras sino las que el darwinismo histórico y cultural les ha otorgado durante la larga travesía de los siglos, hoy, en 2013, no es sino un efebo afeminado que se enamora. Otro día les hablaré del amor, cualidad intrínsecamente contemporánea de la pueril mente del hombre de hoy.

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