Una vez soñé con que me compraba alguno de esos suntuosos edificios de la Gran Vía. El antiguo cine Avenida, el Palacio de la Música, el número 24, el Carrión, da igual. Uno cualquiera de esos lujosos cruceros de ladrillo atracados en el corazón de la ciudad como si fuesen transatlánticos amarrados en algún muelle mediterráneo de entreguerras. Incluso el Casino Militar también me valdría. Transmutado en poderoso magnate y oculta mi fortuna bajo un oscuro velo de lasciva sospecha, como el conde de Montecristo, en el sueño me fumaba un habano contemplando por la vidriera coloreada toda la majestuosa bahía de asfalto y neón por la que respira Madrid desde el gigante de hormigón de Plaza de España hasta la diosa Cibeles. Era mío, y por la recepción veía desfilar a la flor y la nata de la buena sociedad de quienes, por supuesto, desconocía todos sus nombres. Iba de esmoquin, muy formal, como uno de esos caballeros que salen en las series que la HBO ambienta en los años 20. Esto ya no sé si formaba parte del sueño, o me lo estoy inventando. Para el caso, qué más da: ustedes me van a tener que creer, quieran o no. De todas formas, no es un detalle demasiado relevante. Entre tú y yo, querido lector, quién es el listo capaz de trazar la raya entre lo real y lo imaginario, la ficción vera y la fábula non trovata en el noble arte de aporrear un teclado cual trozo de mármol tratando de cincelar un texto cuya lectura valga apenas el minuto que se tarda en leerla. Eso es lo bonito de tener un blog, y casi lo único que lo justifica, diría yo. El tema es que debo dejar de comprarme la ropa en las bonitas tiendas de la Gran Vía, por que va uno allí ofuscado por que necesita unos pantalones y se monta en el metro divagando sobre lo que son las cosas de la vida. La paradoja de esta España nuestra. Miré los muros de la patria mía, y todo eso. Donde hace tres décadas cantó Sinatra, trayendo a la different y pobre España un glamour y un gran mundo tan ajeno al desarrollismo del franquismo tecnócrata, ahora se apilan perchas con camisas, camisetas, sombreros y calcetines. Qué puede hacer uno, sino tan sólo contarlo: para eso me trajeron al mundo. Volviendo a mi sueño del otro día, creo que puede ser un bonito corolario terminarlo con una fotografía futurista -no sé yo cuánto- ligada a la alegoría del que les suscribe haciéndose con uno de esos mastodontes decadentes de la Gran Vía. Así podemos terminar, en unos años. Siendo un grácil edificio de 9 plantas abarrotado de españoles que olvidaron producir algo más que humo y ficciones, doblando las camisas de quienes se preocuparon en hacer de su Estado algo más que una inmensa, colosal, desmesurada Arca de Noé. Donde mismo cantó Sinatra. Lo que todavía tengo que dilucidar es si al final, en el sueño, el edificio, al menos, será nuestro o nosotros seremos los alquilados, como el reloj de Cortázar.
Un edificio y un reloj
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