Despuntaba la primavera justo cuando más se parece al verano, en esa especie de stop and go estival que son las tardes de este junio mezzoforte que estamos sufriendo. Hacía una solana tropical en el Bernabéu, dividido en dos por la sombra, como el tendido de una plaza de toros. A las 5 de la tarde, en la hora en que Lorca despedía a Ignacio Sánchez Mejías, un puñado de madridistas aplaudieron por penúltima vez a José Mourinho en Madrid. Tuvo algo de lírico el momento, cuando tras el silbatazo final del árbitro, más de media tribuna abandonó el estadio -algunos Caminantes Blancos lo habían hecho ya, quince minutos antes del final del partido, como mandan los cánones- y ausente Piperland quedaron cantando unos quince mil leales a los que la nostalgia pudo más que la desesperanza. Fueron poco más de veinte minutos donde Los últimos de Mourinho emularon a los de Baler y dispararon al vacío cuantas salvas de voz les dejaron sus gargantas. Al final, José salió, y en un gesto de breve sobriedad saludó a todos con la mano, marchándose para siempre por el túnel de vestuarios y dejando a Florentino oficiando su última misa de campaña ante los fotógrafos con Ricardo, el portero de Osasuna. La imagen no pudo ser más exacta, de una precisión quirúrgica: el futuro seguirá siendo esto, la grandiosidad sin grandeza a la que Florentino Pérez parece enganchado como un adicto al crack. El fasto y la retórica. El futuro de su institución se largaba a Londres entre el clamor de unos pocos incrédulos de que esto haya podido ocurrir mientras el pater familias del madridismo pone proa al parque temático de la autoafirmación inane. Cuánto honraría a la realidad una estatua -sedente- de un hincha trasnochado mirando embelesado las 9 Copas de Europa, puestas una detrás de otra, en hilera y bucle infinito, al tiempo que de fondo la nana del Nessum Dorma cuece su espíritu, como el de un bebedor de ginebra abatido en un rincón.
A las 5 de la tarde
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