Tenía el perfil de un viejo e hidalgo elefante de marfil. Alto, menudo, pelo ralo y tan blanco como la cumbre del Kilimanjaro, gastaba un talle enjuto, de fibra de carbono, como el mejor ilustrador soñó siempre dibujar al Quijote. Tiene, aún. Como los elefantes que sienten el final dentro de sí, ya ha empezado a caminar hacia el pudridero. Lentamente, haciendo todo el ruido que cabía esperar de un guerrero anciano tan terco como una mula aragonesa, el viejo monarca se está separando de la manada sin que nada ni nadie pueda hacerle entrar en razón. Sus colmillos ya no pueden rasgar, ni hienden carne alguna. Patriarca autodidacta, reinó sobre sí mismo toda su vida, empleando cada centímetro de su cuerpo en la torsión crítica de todos los cables de acero que lo agarrotaban. Que lo agarrotaron. Que le fueron agarrotando en cada zancada que daba hacia adelante. Ahora su piel es un cartograma de pergamino antiguo, con tantos surcos como aquellas bitácoras náuticas donde los capitanes de navío iban trazando las referencias de sus singladuras. Él nunca tuvo patrón, ni tampoco marinería. Por eso los peores motines con los que ha tenido que lidiar en su travesía han sido los que él mismo se ha declarado: los que han dejado las cicatrices más pronunciadas. Nunca fue un lobo de mar; el bamboleo extrasensorial de los barcos nunca le atrajo demasiado. Él es un elefante. En las huellas que deja, marcando su sendero, nacen luego escamas de tierra rota y serpientes verdes de jaramagos aplastados, que ofrecen al aire su jugo inesperadamente desgarrado por el trote del gigante. Es viejo y está cansado. Se ha aferrado a sus propias certezas, más que nunca, seguro de no encontrar comprensión alguna ni en los ojos de a quienes tanto ha amado. Está solo. Está cercado por una oscuridad que avanza sigilosa y trepidante, como se deslizaban sobre sus tentáculos los pulpos a los que tantas veces cazó. Eran noches con luna, y su candil de llama escueta dirigía cual asteroide titilante el paso de todos los habitantes de aquellas aguas negras que tantas veces cortó de súbito con su cuchillo de marea atrapando a los octópodos en su huida. Tantas noches pasaron jugando a la atemporal danza de la muerte que terminó comprendiéndoles en su miedo. Advirtiendo esa misma oscuridad. El elefante ha emprendido su marcha hacia el cementerio de apocalípticos costillares pelados de carne y músculo. No es un camino digno, ni está exento de dolor. Pero es la senda que ha elegido.
El camino del viejo elefante
0