Irse al pueblo

Manuel Jabois escribió un libro que se llamaba Irse a Madrid y yo debería hacer algo que se titulase Irse al pueblo, aunque quizá para algo más que relato breve no me daría. Al pueblo estamos llegando los que un día nos fuimos, en busca de un futuro más brillante. Poco a poco volvemos, cruzando los Pirineos como los cruzaron los brigadistas españoles que lucharon a la fuerza con Napoleón en Rusia. Enjutos, desharrapados, con barba cerrada, los pantalones rotos y un hatillo lleno de aire, libros y resignación. En eso somos más cristianos Bergoglio: aceptamos lo que toca por que no hay otro remedio. Uno estudió publicidad, se sacó un máster y estuvo en una granja del Ulster limpiando bosta de vaca irlandesa a cambio de poder chapurrear el inglés entre nativos. Otro se volvió, al campo, tras intentarlo en la ciudad por más de seis años. Al final, la ciudad le mandó un inequívoco mensaje de despedida cuando el único trabajo que apareció ante él fue el de limpiar las letrinas de una cafetería durante un año, con un contrato de formación. Otros dos, juguetes rotos de la burbuja inmobiliaria, matan su tiempo entre las sábanas frías de la abulia y la complacencia, tan nuestra, tan de aquí, aunque de eso no presuma Canal Sur en sus ridículos spots. Vamos regresando al pueblo, donde el que antes era albañil ahora estudia la ESA por las noches, y el que dejó el instituto por un módulo de formación profesional -sí, tío, que ya verás, que en año y medio estoy trabajando, esto es algo tan seguro como que el agua moja- se lamenta ahora, liando tabaco barato delante del mar, de no haber seguido estudiando un poco más. El pueblo, colmena raída, desagradable comuna cuyo ambiente, envilecido por la tradición consuetudinaria y la cortedad de miras, te atrapa como una charca de arenas movedizas, se muestra ahora sin embargo como la última guarida no hostil. Aquí, al menos, dormir no cuesta dinero. La música, la literatura y la voluntad de acero son los únicos catalizadores de una galvanización que, estoy cada día más convencido, sólo puede ser individual y autodidacta. Retroceder hacia la casilla de salida como un soldado perdido en el frente busca a tientas las líneas amigas no debe, no puede, ser el final, sino otro comienzo. Una reformulación táctica de la situación. La ciudad sigue latiendo, iluminada, en el horizonte sombrío, aunque nosotros ahora no podamos sino mirarla desde lejos, acariciándola con la nostalgia de lo que queremos que sea.

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