Una prensa mezquina, chabacana e inmoral ha ejercido de brazo ejecutor; la aquiescencia complaciente de toda una nación hedionda ha hecho de ruidosa audiencia; un capitán desleal, endiosado artificialmente por una opinión pública adulterada, ha mirado desde la barrera como su cuadrilla de picadores arrejonaban al miura sin haber tenido él que salir a darle la estocada: para eso ya estaba un presidente caído dos veces en la misma zanja. España ha asistido a un auto de fe monumental, recreado en el Bernabéu como en una enorme plaza mayor. Españoles de todo signo y condición han contemplado sonriendo, morbosamente, la flagelación pública de José Mourinho llevada a cabo por esos generadores de pensamiento acrítico que dictan sentencia desde el tribunal de sus emisoras de radio, periódicos, columnas de opinión y platós de TV. Casillas ha sido el cordero inmolado en el altar del patrioterismo más casposo, chauvinista y asquerosamente xenófobo, y ha servido como elemento aglutinador de toda la turbamulta de mediocres españoles contra el ogro portugués. Las actuaciones dramatúrgicas, cuidadosamente seleccionadas siempre en el plano preciso y la toma de realización adecuada, del portero durante el fatal desenlace de los últimos partidos, han sido el maquiavélico pathos con el que nos ha convencido a todos de lo compungido que se sentía tras cada derrota de su Madrí.
Imaginamos lo bien que se lo habrá pasado junto a su novia, la disfuncional reportera antimadridista, rememorando esas escenas en las que demostraba a toda España lo que su Yerno sufría y sentía esos colores. Descojonándose vivos los dos, seguro. Casillas ha sabido teatralizar a la perfección el arte de la propaganda más visual y efectista, mostrando un conocimiento de esto mucho mayor que el de ningún directivo del Real Madrid. Florentino trajo la modernidad a este club en el 2000, pero hoy es 2013 y aquella modernidad es ya prehistoria. Florentino, pobre hombre, pudo ser un nuevo Bernabéu: en su mano tuvo refundar una institución pionera en el deporte profesional y de paso escribir otro capítulo de la Historia del fútbol mundial. No se atrevió. Viejo, débil, cansado, se mostró otra vez presa del miedo a la encuesta, a la portada, a la pañolada del estadio. Ahí ha muerto el florentinismo, en el pavor a que una pitada de la masa – teledirigida desde las redacciones- manchase su decimonónico concepto de imagen y reputación. Florentino no saldrá pitado, pero saldrá en globo, y tras de sí dejará un museo, un parque temático al que le seguirán construyendo el relato sus enemigos.