Ayer se retiró Beckham, y mi ego-niño volvió a sentir esa punzada de nostalgia tan característica. Y tan puta. Crecimos con el Madrid galáctico, que era la reedición balompédica de la Edad de Oro del cine americano: una factoría animada de sueños en celuloide con la que Florentino quiso llegar a la luna, como George Meliès, rescatando el más estrellas que en el cielo de la Metro. Becks fue para el madridismo lo que el old fashioned para Don Draper: el lujo distintivo, la alfombra roja hollywoodiense, la pitillera de oro con nuestras iniciales grabadas a mano. Beckham jugaba en el Madrid, y aquello nos diferenciaba de los demás, de la plebe. David fue un futbolista patricio, qué duda cabe, desde que sustituyó a Cantona en el imaginario colectivo de Old Trafford y se erigió en símbolo del balompié pop. Su fichaje fue como un regalo de Reyes apoteósico. Los demás niños tenían una mountain-bike, y Florentino nos dejó a nosotros, debajo del árbol, un caballero del Imperio Británico montado en un ferrari teledirigido, por que el Faraón siempre nos amó. Beckham fue eso: la culminación de una voluntad de poder, de un modelo onírico, de un delirio quizá demasiado cercano al onanismo y lo suficientemente lejano al perfil primario del fútbol, a la tribu, para que a la primera tempestad el barco se fuese directamente a tomar por culo. El Madrid, cuyo único sesgo ideológico es la insana avaricia acaparadora de títulos, devora trofeos y copas como si fuese una niña rica estrenando zapatos todos los días. Sólo encontramos tranquilidad durante los quince minutos siguientes a la fulminación de la tarjeta de crédito: lo que tardamos en llegar a casa y probarnos la Liga o la Copa del Rey delante del espejo. En seguida nos olvidamos de ellas, por que nuestra ansia de posesión es el fuego que nos consume. Por eso nos perturba que Beckham se fuese de la Castellana tan sólo con una Liga y una Supercopa debajo del brazo. Magro botín, y más teniendo en cuenta que David llegó justo en medio de aquella coyuntura histórica en la cual creíamos, olvidados ya los 32 años de sequía europea, que las Copas de Europa iban a caer cada año par, como si fuesen pleamares del Nilo. Cuando Beckham se marchó a Los Ángeles, ya éramos un poquito más conscientes de que las orejonas se asemejan más al cometa Halley que a cualquier otra cosa. Nosotros, madridistas de grandeza trasnochada, continuamos cortejando a la Décima durante el largo y sombrío tardo-florentinismo utilizando a Beckham como Jay Gatsby daba exuberantes fiestas en su jardín: para ver si con la fascinación de lo extravagante, y con el lujo sin fin, nos daba. Al final, cuando pasen quince o veinte años y volvamos a abrir los álbumes de historia gráfica madridista, el cromo de Beckham seguirá mostrándonos el mismo brillo salvaje que el rock suave que nos cantaba Loquillo.
Caballero del Imperio
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