Labrador

Hoy es san Isidro, como lo fue el 15 de mayo del año pasado, el de 2002, y como lo será el mismo día del año que viene, y del siguiente, y así, supongo, hasta que los españoles consigamos por fin autodestruirnos -llevamos mucho tiempo trabajando duro y bien en esa senda- y dejemos esto como un solar del que renieguen hasta los perros. A San Isidro lo apellidan labrador pero yo no sé muy bien por qué. Hoy no he leído a Silvita, y de todas formas, tampoco iba a contar la hagiografía del patrón madrileño mejor que ella. Lo que me interesa del sobrenombre es que hace referencia al gremio más grande -todavía- y más maltratado de la Historia de este país. Ojo con esto, que ya es decir mucho, paciendo donde pacemos. San Isidro Labrador, deduzco, es el patrón de todos aquellos hombres y mujeres que dedican su vida a la agricultura, la labranza de la tierra, la huerta y lo agropecuario. Y si no lo es, ya están tardando en hacerlo protector de todas estas actividades. Con el agros no soy objetivo, aunque tampoco pretenda serlo, ni en eso, ni en ninguna otra materia. Pero aquí, menos. He crecido en él, y toda mi familia, al menos en las últimas 4 generaciones, se han dedicado toda su vida a pelearse con la áspera tierra, en feroz e interminable batalla diaria por arrancarle de sus entrañas el fruto con el que alimentar el futuro. Suyo, y el de sus hijos. El mío. El campo comparte con el mar un curioso desapego de las turbulencias materiales de los hombres y de las luchas de estos por gobernar a sus semejantes. Bajo dictaduras y bajo democracias, siendo súbditos de un rey o ciudadanos de una república, socialistas o capitalistas, liberales o estatistas, los hombres de campo son unos desgraciados, unos parias, pura carne de cañón. Su trabajo, aun siendo uno de los más sacrificados de cuantos pueda haber, apenas vale nada para la Seguridad Social, quien lo cataloga como parte de la rama productiva más pobre de la estructura laboral española. Los intermediarios, cual pandilla de tiburones del Índico, merodean alrededor del esfuerzo del agricultor, parasitando el beneficio del mismo y convirtiéndose en imprescindible pieza del engranaje productivo a costa de empobrecer al productor y aprovecharse, casi siempre, de la ignorancia y el semi-analfabetismo que como una plaga bíblica siguen azotando el Egipto agrario a pesar de adentrarnos ya en la segunda década del siglo XXI. Por eso hoy me van a permitir que haga mi propia hagiografía de esos hombres, y mujeres, que con cada trueno en lontananza miran con aprensión al cielo resignados a que una helada no queme la cosecha, o un viento cabrón -como es siempre el viento cuando deja de ser brisa y comienza a hacer daño de verdad- les vuele el techo del invernadero, dejándoles en la ruina, o dentro de un agujero tan oscuro de donde ni cinco San Isidros travestidos de Superman podrían sacarles sin, al menos, cuatro blasfemias oídas hasta en Fernando Poo.

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