Estándar de calidad

Alfredo Landa, Constantino Romero y El Batu. Tres nombres antagónicos entre sí, y sin embargo, tres recuerdos como instantes fugaces en mi memoria que se perderán, como lágrimas en la lluvia, cuando yo no sea más que otro recuerdo. Del primero tengo una imagen: el campesino paleto y siervo sumiso de Los santos inocentes donde Alfredo Landa retrató como un maestro la España que se llevó perdiendo la guerra, en bucle, casi 40 años. Del segundo conservo una voz: Clint Eastwood, quien a través de Harry el Sucio y Joe el Cazarrecompensas de Sergio Leone se metió en mi imaginación mucho antes de que yo supiera distinguirlos, fusionándolos en un sólo personaje cuya voz, fachada y ademanes representaban para mí el arquetipo de hombre fiero y tremebundo al que siempre convenía tener de nuestro lado. El tercero entra ya en otra dimensión: El Batu fue Youtube, al principio, cuando con 15 años aún no tenía acceso a Internet y debía conformarme con ir todas las tardes a casa de mi mejor amigo a pasar el rato asistiendo, delante del ordenador, a la explosión de un nuevo y delirante mundo, el de lo freak, amplificado ad nauseam por las novedosas plataformas digitales y por programas de televisión como Crónicas marcianas. No recuerdo si el Batu llegó a salir en el circo de Sardá, por que mis padres no me dejaban verlo y tenía que ir a donde mi amigo, que grababa cada noche la parrilla de Telecinco en VHS para verla por las tardes al volver del colegio, pero tanto da. Fue otro de esos juguetes rotos del boom de lo escatológico que en España empezó por Paco Porras, Tamara, Margarita Seisdedos y el Pozí, y acabó en John Cobra, cuya némesis fue el Batu, declarado enemigo mortal de un tipo al que pueden ver en Youtube partiéndose una litrona vacía de Cruzcampo en la cabeza. Landa, Romero y el Batu son tres caras de una misma moneda tan poliédrica que a veces me asusto al comprobar lo versátil que puede ser una sociedad en cuya charretera cuelgan medallas de oro, de plata, de bronce y de bisutería barata made in China. Pertenezco a esa generación que creció con el ruido de fondo de las películas de Alfredo Landa yéndose a Alemania cargado de chorizos y morcillas, y que tuvo luego que buscar su mejor actuación en las páginas de cine online, puesto que las televisiones -públicas y privadas, aquí no hay distingos- casi ni emitían cintas en las que Constantino Romero doblase la voz de algún tipo duro. Y eso ya, de por sí, decía mucho de las películas: si no sonaba en ellas el acento metálico y profundo del locutor albaceteño, no había que perder el tiempo con ella. Era un estándar de calidad. El nuestro, el que define a mi generación, es el estándar de FBI. Pero no se confundan, no me refiero a la agencia federal estadounidense, sino a aquella casposísima película rodada por Javier Cárdenas en la que torturaba psicológica -y físicamente- a lo más granado de la freak parade española. No salía el Batu, pero da lo mismo. Podía haberlo hecho.

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