Elogio de la barba

De un tiempo a esta parte, prácticamente desde los años 30 del siglo XX, el uso de la barba ha estado poco menos que socioculturalmente proscrito en España. Desde que nuestros abuelos crecieran figurándose a los rusos como ogros de terrible fiereza que masticaban niños vivos y se limpiaban los torreznos sanguinolentos de su enorme, espesa y apologética barba con el dorso de la mano, ésta ha sido poco menos que desterrada de los rostros de la gente de bien. Durante décadas, dejarse oscurecer la tez era cosa de comunistas, de crápulas, de calaveras, piratas, escritores y hippies. De gentuza, para qué nos vamos a engañar. Esta superstición arraigó tanto en el subconsciente colectivo de los varones españoles que aún hoy tengo que aguantar que mi padre, impenitentemente, me salude todos los días -en persona, por teléfono o por skype- con un «a ver si te afeitas». 

Sin duda la leyenda negra de los monstruos marxistas y barbados de Moscú, y luego el fenómeno hippie, incidieron definitivamente en la psyque ibérica para formalizar ese desprecio ancestral a la florida, desabrida, cerrada y viril pelambrera facial masculina. Sea por este sustrato pseudo-ideológico heredado del franquismo más social, sea por una aversión cultural a la faz del hombre manchada de pelo, lo cierto es que la España de los pueblos siempre ha sentido un especial rechazo por todo lo que estéticamente se salía de la ortodoxia. Mi abuelo se tiró un mes entero fustigando con la tenacidad de un sacamuelas a un tío mío, una vez que a éste le dio por cometer la chiquillada de dejarse el pelo largo. Era la época en que John Lennon le cantaba a las flores, a la paz, y a todas esas cosas que luego acabarían en boca de las aspirantes a miss Universo, ya saben. «Los hombres tienen que ir siempre pelados y bien afeitados, limpios de pelos», sentenciaban los viejos barones, traduciendo a su manera lo que desde la España bien se tenía por goebbeliano dogma de fe: argolleros y niñatos de pelo eran la representación gráfica, en el pueblo, de Rusia, y por tanto, un deshonor a la patria y a las buenas costumbres.

Luego llegó el metrosexualismo, los aceites corporales y la depilación láser, y mientras los gimnasios de toda España empezaban a llenarse de émulos de Terminator sin un pelo en el cuerpo, la barba quedó como una excentricidad de quienes sabían leer y escribir. España continuó vaciando sus armarios -¡libros fuera! gritaba la LOGSE, como un maquinista pidiendo más madera para la locomotora- y ocupándolos con botes de winstrol. Sin embargo, en medio de esta vorágine, se elevó la mujer, salvadora: esa fémina cuya vida académica, por lo común, no terminó en tercero de ESO, y que comenzó a renegar de la superpoblación de reyes de las nenas sacándonos a nosotros, los barbudos, del ostracismo. Llevar barba ya no es una extravagancia de bohemio, ni tampoco motivo de exclusión social -al menos en ciertos ambientes- y esto hay que agradecérselo, como tantas otras cosas, a ellas. Si no existieran las mujeres, el mundo quedaría reducido a un descampado de ciudad post-industrial de provincias donde mazados action-man de hormona y mancuerna controlarían por la fuerza bruta a un grupúsculo de harapientos hombres de letras. Y nos darían por culo, por supuesto. Literalmente, quiero decir, pues sospecho de la alteración hormonal que producen los ciclos y los esteroides.

Ellas, las sabias, valientes y cultas  mujeres con mundo, han rescatado la barba del baúl de los recuerdos y yo hoy les doy las gracias. Me producen repelús las que los prefieren lampiños, y en seguida las miro desconfiado, cavilando cuánta urbanidad guardan dentro de sí. El Madrid de baloncesto es un equipo plagado de estólidos barbudos y yo me congratulo por ello. Merece conquistar Europa un batallón de hombres de acción cuya barba de bucanero despunte bien fuerte en el mentón.

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