La identificación Real Madrid-España es tan ridícula como la de Fútbol Club Barcelona-Cataluña. O más. El Madrid no es el brazo armado de ninguna ideología política, como tampoco es el sostén social de nacionalismos espurios ni chovinismos grasientos. El Real no es nada de eso, aunque yo entiendo que haya quien lo defienda porque es una cosa muy rentable. Show me the money. Tomás Roncero, por ejemplo, lleva 20 años viviendo de esta vaina, y ahí sigue, como el campeón mundial del periodismo de gañote y montera. En el Madrid no tienen por qué jugar futbolistas españoles. Quiero decir que, por supuesto, no tienen por qué hacerlo antes que, qué sé yo, franceses, senegaleses o peruanos. Este club no es eso por más que haya una horda de opinadores profesionales que sostengan la tesis de que el Madrid es un tercio de la Legión. Y no, mire usted. Ese madrileñismo fundamentado en círculos concéntricos de castas endogámicas, que pretende hacerse con el control del Real a golpe de caspa, es una aberración. Y como el hijo de puta, esto hay que decirlo más. Yo sé, repito, que todo esto es un negocio extraordinario por que hay mucho paleto dispuesto a comprar ese mensaje. Mucho españolito medio que, cumpliendo el papel de perfecto gañán berlanguiano, cree que ser español y del Madrí es como ser nieto del Cid. Y más en estos tiempos de crispación, con los catalanes transmutando al Barcelona por los almogávares y venerando a Guardiola como a la reencarnación calva de Roger de Flor. Allí ese target existe, y está muy bien definido desde el origen mismo de esa institución. En Madrid, sin embargo, la cosa es nueva, como una suerte de imitación chusquera surgida en los 80, o quizá en los 90, o vaya usted a saber cuándo, por que la verdad es que este tipo de delirios colectivos se pierden en la noche de los tiempos. Posiblemente al Madrid le dieron las llaves de la tumba de Santiago apóstol cuando dejó de ganar en Europa: como la navaja de Ockham, la explicación más simple siempre es la más acertada, y se tiende a suplir la ausencia de talento con altas dosis de amor propio e intangibles. De eso al onanismo, ya lo saben, media tan sólo un paso. En todo caso, urge terminar con esta charlotada pues amenaza con fagocitar la institución, si no lo ha hecho ya. Rechazar el cosmopolitismo intrínseco al Madrid es una forma bastante primitiva de asumir una inferioridad ante el resto del mundo: en la aldea se refugia quien no sabe combatir fuera. El oligopolio periodístico de la capital ha demostrado ya que es capaz de acudir incluso a turbias prácticas terroristas para mantener al Madrí anclado a la zarzuela del chulapo y la maja, por que sabe que si despega de todo ese cenicero intelectual, ellos están muertos.
El patio de Monipodio
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