Decía el protagonista de V de Vendetta que los símbolos sólo tienen el valor que les da la gente, y es verdad. Justo después apretó un botón, y bailando al son de la Obertura 1812 de Tchaikovsky, hizo saltar por los aires el Old Bailey. La imagen, por sí sola, resultaba fascinante, desde el punto de vista antropológico. Estoy convencido de que el hombre alberga en lo más profundo de sí una oscura e inextricable furia destructora que en ocasiones le lleva a desear, con un ansia salvaje, que todo se vaya a tomar por culo del modo más ruidoso y sangriento posible. Incluido su pellejo. Es como una musiquilla diabólica que retumba en nuestra cabeza, cual susurro psicótico de Lucifer. Contra eso se oponen los símbolos, supongo que a la manera de camisa de fuerza en que la cultura se impone a los instintos. Construimos símbolos para darle sentido a nuestra vida, y para sentirnos parte de algo más grande que nosotros mismos. Algo que nos trascienda. En definitiva, para encerrar nuestra individualidad entre cuatro paredes acorchadas. Por eso perdemos amigos por el fútbol o nos dejamos agujerear el pecho en la guerra por una bandera. Otorgarle un valor simbólico a ciertas cosas, a muchas cosas, es la forma con la que tiramos de un pasado que nos pertenece por herencia genética y echamos el anzuelo en una posteridad cuya luz nos obstinamos en vislumbrar, aunque sea un poquito. Sin embargo, yo he venido aquí a hablar de mi libro, como Umbral. Y mi libro es la iconoclasia. Dice el DRAE que la doctrina de los iconoclastas es, en su doble acepción, la negación del culto debido a las sagradas imágenes, su destrucción y la persecución a los que la veneran, y la negación y el rechazo de la merecida autoridad de maestros, normas y modelos. Voy a centrarme en los dos adjetivos que determinan ambas definiciones: debida y merecida. Lo sagrado, siempre relacionado con la religión, cualesquiera que sea el nombre que le den al tipo que nos inventamos el séptimo día ubicándolo ahí arriba, adopta sin embargo formas muy heterogéneas. La talla de una virgen, un trapo ondeando al viento, un líder, un libro, un mito. Nos aferramos a ellos como una manera de preservarnos de lo que no conocemos, y también los tomamos como la excusa perfecta para desentendernos de todo lo que esté fuera de nuestro área de seguridad. Placentero y cómodo sofá intelectual en el que dejamos amolar nuestro espíritu cuando nos da miedo que entre la señora duda por la ventana. Yo sostengo que el fuego purificador debe consumir todo lo que caduca, pues el único camino para mantenernos con vida es la renovación constante de patrones, paradigmas y modelos de comportamiento. Lo debido y lo merecido no es más que una reverencia a lo pasado, y lo pasado ya está muerto. La simbología termina por sepultar nuestras pulsiones más vibrantes en un mundo de decadencia y glamour, como el de las novelas de Hemingway y Scott Fitzgerald. Un símbolo es tal cuando todos convienen en que lo es, de manera en que una vez impuesto, su idoneidad como herramienta evolutiva se extingue. Es preciso, por tanto, destruirlo, pues desde ese mismo instante está peligrosamente cerca de la adoración, y la adoración implica sumisión acrítica a una ley. A un dogma, que no es otra cosa que una verdad congelada, un instante fotografiado. Suspenso en el aire. Yo no olvido que somos nómadas, y los cazadores no pueden dejar un rastro demasiado visible, durante demasiado tiempo, en un mismo lugar, pues en eso consiste la diferencia entre ser cazador y ser presa. Los símbolos nos ayudan a recordar quiénes somos, pero su función ha de ser como la lechuza pintada en las velas de los colonos atenienses que fundaron Siracusa: sabemos qué es lo que dejamos atrás, pero hemos de edificar nosotros nuestra propia polis.
Apología de la iconoclasia
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