Festín de cuervos

Los días de ruido de sables me traen a la memoria el anuncio aquél con el que crecimos los niños españoles de los 90: el de Tenn. Si recuerdan, en el spot publicitario aparecía un tipo vestido de crupier y con cara de dandy tanguero de los años 20, y repasaba la pared -que un rato antes había limpiado una esforzada ama de casa- con un algodón. Al retirar el algodón, el señor lo mostraba a la cámara todo negro y lleno de mierda, y sonreía al asombrado espectador mientras le decía aquello tan inmortal de el algodón no engaña. Esto es un poco así. Tras no meter el gol que lo separó de Wembley, el Madrid está viviendo unos días terribles, de incesante desplazamiento de placas tectónicas y sordo crujir de vigas apolilladas. Mourinho, como el galán del anuncio, está consiguiendo sacar a la luz toda la suciedad acumulada en la institución, sólo visible al trasluz de los hechos. La realidad siempre llega a su punto de torsión. Tertulias radiofónicas, debates televisivos y columnas de prensa llevan voceando una semana la caída de Constantinopla, y algunos ejemplares de lo más granado de la intelectualidad futbolística del vestuario madridista se lo están creyendo. Es el caso de Pepe. El central portugués, asumiendo el papel de uno de esos pretorianos dispuestos a jugar a los tronos apuñalando al emperador para colocarle la corona de laurel a un cabo furriel, se ha puesto encima suya, sin saberlo, una gigantesca diana móvil al socavar públicamente la autoridad de Mourinho y reprenderle ante un los micrófonos lo que él entendió como una crítica del técnico a Casillas. Pepe, como Freddo Corleone, escuchó campanas sin saber dónde y corrió a traicionar al hombre que más le ha defendido como persona y como profesional en los momentos críticos de su carrera en el Real Madrid. Como cuando toda España, al grito de ¡asesino! se lanzó a crucificarle por toser a Iniesta y acariciar a Messi. Es grotesco presenciar cómo los periodistas que exigían con fiereza su despido fulminante, y lo denunciaban como una deshonra histórica para el Madrid, acogen ahora alborozados su repentina confesión. Como abrazaría un inquisidor dominico a un condenado relapso a los pies de la hoguera, en un ejercicio de cinismo e inmoralidad tan repugnante como miserable.

A lo mejor Pepe, como esas cabras montesas a las que veíamos, en los documentales de la 2, trotar desesperadamente por el risco sintiendo acechar el vuelo del águila, lo único que ha hecho es dar ese paso en falso tras el cual el stuka del reino animal la despeñaba inmisericorde con un levísimo soplo de aire. Sé que el fútbol, y a la postre la vida -que no es más que eso que pasa entre semifinal y semifinal de la Copa de Europa, pues nos pasamos la vida entre abriles y todo lo demás es comedia de entretenimiento- es mucho más sencillo que todos estos complicados planes geoestratégicos con los que nos masturbamos los hinchas entre que llega y no la final de Copa; pero si del tipo que ha reinventado a Helenio Herrera en el fútbol moderno no podemos esperar un poquito de samba maquiavélica, qué nos quedaría, si no. Sería un aburrimiento. Los cuervos graznan con furia: es su momento. Largo plazo, meritocracia, independencia institucional y estabilidad son alpiste para estos carroñeros de lo emocional que han visto, en el meneo de Klopp en Dortmund, su oportunidad tan largamente esperada. Y en las miserias humanas -Casillas, Pepe- han encontrado, como esos tiburones hambrientos que por fin olisquean la sangre, la cuña con la que percutir en el corazón del gigante. Nada como el melodrama folletinesco en el que un pérfido ogro extranjero -¡un portugués!- encierra en el torreón de su castillo a la princesa destronada -el Yerno de esa España paleta que todavía sigue con el pueblo colgando de la espalda, como el hatillo lleno de chorizo y cantimpalo con el que Alfredo Landa se fue a Alemania- para alienar a la masa hasta convertirla en turbamulta. Como dicen los que saben, a esta trama oscura que es compendio de todas las debilidades humanas, le falta todavía un giro argumental definitivo. Un golpe de guión sensacional que cual manotazo final en el timón del barco resucite de repente al león moribundo y lo abalance sobre los cuervos que ya se huelgan con el festín de sus tripas.

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