La derrota apenas si tiene dignidad. Es como la muerte. Cuando se acerca el momento fatídico, muy pocos consiguen encararla con la entereza apropiada. La diferencia es que, al contrario que palmarla, tras perder sigue habiendo vida. Uno se ve obligado a continuar con su rutina, y eso requiere cierto grado de confianza en las certidumbres propias. La derrota es como un entierro de la sardina a lo grande: se termina de golpe un carnaval, y debajo de las máscaras cada uno se queda con lo que tiene. Por supuesto, hay a quien de repente se le cae el maquillaje y se le ven todas las arrugas de golpe, como una aparición fantasmal que cubre de años lo que parecía joven y puro, y hay a quien las cicatrices le recubren de un halo venerable. Como de chamán antiguo que vuelve de un trance para contarle a los pipiolos de la tribu las viejas batallas alrededor de una lumbre, en el desierto. El Madrid de Mourinho se quedó anoche a un gol de Wembley, después de haber cargado una y otra vez sobre la portería borussia durante 95 minutos. Fue hermoso, terrible, cruel, todo a la vez. En los primeros 10 minutos se pudo haber logrado, pero Higuaín selló su destino para con la Historia mandando al limbo el 1-0. A partir de ahí, a Götze le entró un dolor en el flequillo, Klopp lo sustituyó por uno de esos zapadores rubios de nombre consonántico con los que asfaltó el centro del campo, y el Madrid sólo pudo parecerse a la 326 en Sbodonovo. Cada vez llegaba a los cañones alemanes con menos hombres. Pero llegaba. Sergio Ramos sacó del partido a Lewandowski, sosteniendo con él un combate feroz, sangriento, grecorromano, y Diego López alargó el hálito madridista con una parada de cinemascope. Cuando en Westfalia ya se festejaba el pase a la final, el Madrid intentó un último golpe de mano que no sólo empañó las gafas de Klopp, como pedía Jabois, sino que cortó el aliento de millones de personas, en la ciudad y en el mundo. Dos goles que iban a ser tres si un alemán, cuyo nombre no alcancé a leer pero que sin duda pertenece ya al género de la historiografía que se ocupa en glosar a los anónimos que escribieron la Historia desde bastidores, no se llega a tirar en el suelo como alcanzado por un francotirador. Exactamente ahí se terminó el partido, puesto que el Bernabéu, convertido en Circo Máximo de Roma, había entrado ya en esa cuarta fase apocalíptica en la que las tribunas se vuelven leones cuyas zarpas rozan, físicamente, el rostro de los rivales, de pronto engullidos por la propia grandiosidad tribal del escenario. Pasaron tres minutos y el Madrid sólo tuvo una última carga, infructuosa. Ahora espera un mes de incertidumbre, inquietud y revanchismo. Las ratas merodean el cuerpo caído del águila, hincando dientes ya sin mesura en la carne todavía caliente, pero unos pocos todavía creemos en que a partir de junio se ha de volver, más y mejor preparados. Por que en eso consiste ser madridista: en una hidalguía extratémpora, fuera de los tiempos señalados por tanto Caifás hispánico que ayer pregonaba ufano sobre el futuro del Madrid en tertulias de radio y televisión, como un león aconsejando a un ñu la manera más segura de vadear el riachuelo.
Extratémpora
0