Como si el Madrid anduviese empeñado en jugar a la ruleta rusa cada vez que la situación parece bajo control por los campos de Europa que van jalonando el camino a Wembley, los últimos veinte minutos del partido de anoche fueron de un suspense hitchcockiano. Y eso que todo comenzó bien. Idílico. A los siete minutos Cristiano Ronaldo tomó por asalto la meta turca culminando la voluntad de dominio con la que salió de la caseta el Real. Con el gol, el partido perdió toda su tensión competitiva. Tanto es así que yo incluso rompí mi liturgia personal en las noches grandes y cometí la ligereza de pedir unos huevos estrellados: es lo que tiene hacer de cronista para uno mismo, que puedo tomarme estas licencias. Mientras deglutía, Rivero anunció el primer gol del Málaga en Dortmund y me alegré. La felicidad es indulgente. La placidez del encuentro sólo fue rota por la lesión de Essien. El guerrero nubio se resintió de una de sus cicatrices antiguas de batalla y en su lugar Mourinho introdujo a Arbeloa. Criticar a Arbeloa es adoptar el discurso propagandístico barcelonista. Es uno de los futbolistas más nocivos para el estilo de juego vendido desde Disneylandia como quintaesencia no sólo del balompié sino también de la condición humana, y por ello es objeto de la ira en la forma más burda y mediocre en que puede expresarse: la mofa. Eso es lo que el madridismo de pitiminí no es capaz de entender. Sin embargo, el colaboracionista txistutarra es lo que Lenin definió como el tonto útil, y con esto queda dicho todo al respecto. Hacia el final del partido Arbeloa se autoexpulsó igual que Liam Gallagher de la grada del Bernabéu, lo cual confirma su transformación de correcto pretoriano a rockanrolla, para irritación de los amantes del rigor prusiano. Mourinho incluido. Modric patrulló con vigor el centro del campo hasta que fue superado por un puñado de turcos con los ojos inyectados en sangre, mediada la segunda parte. Mientras Varane y Drogba mantenían un combate de dramatismo grecolatino: ambos optaron por el arma corta y el cuerpo a cuerpo, y nos deleitaron con escenas dignas de ser esculpidas en mármol. Eboué encendió la grada con un trallazo desde el Kilimanjaro y el Galatasaray se tiró encima del Madrid tratando de meterle el cuchillo por entre las junturas de la coraza. En un suspiro hizo sangre dos veces y Mourinho sacó a Benzema para frenar una hemorragia que apretó por un buen rato los esfínteres del madridismo. Yo perjuré en arameo acordándome de aquellos huevos estrellados, pero con inteligencia, Karino aguantó la pelota en campo turco el tiempo suficiente para que el equipo recuperase la conciencia y dejase el arreón del Galata en una bonita historia de superación colectiva. El Madrid avanza a semifinales por tercer año consecutivo, cabalgando sobre la astucia táctica del mejor entrenador del mundo y enganchado a un Cristiano Ronaldo empeñado en conquistar la eternidad a pesar de todo, incluso de la fragilidad mental de sus compañeros.
Los minutos del pánico
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