Estambul es la ciudad donde el Milan, otrora paradigma de la impenetrabilidad defensiva de los equipos italianos, perdió una ventaja de tres goles en seis minutos. En una final de la Copa de Europa. Esta coincidencia cabalística, amén de la cualidad mística y la inefable condición de centro telúrico de poder de la antigua Constantinopla, se suma a la querencia, analítica, racional y por tanto, antipatriótica y ajena a lo ibérico, de José Mourinho por considerar cada partido y cada rival como una unidad de destino en lo histórico. Por tanto, donde la despreocupada mente de los ignaros esperan hoy una cierta alegría táctica y un libertinaje ofensivo muy poco conveniente, el íncubo de Setúbal dispondrá casi con toda seguridad una guardia de corps en el centro del campo con Essien, Khedira y Modric cuya única función será la de patrullar las agitadas calles del barrio del Gálata blandiendo alternativamente el táser y la porra extensible. Mantenerlo todo bajo control y huir del desvarío emocional del Ali Sami Yen serán las consignas de la fuerza de choque madridista ante la más que previsible salida en cascada del equipo entrenado por Fatih Terim, magnífico en la refriega corta y navajera. Un gol turco en los primeros quince minutos alentará a un público inflamado por la tradicional retórica exaltada del balompié otomano que sólo espera una señal para empezar a lanzar macetas y trozos de loza desde las azoteas a los jugadores del Madrid, y bajo esa premisa aleccionará Mourinho a sus futbolistas: este trámite hay que solventarlo con la dulzura de un marine americano entrando a por fuego en la casa de un muyaidín iraquí. Es de suponer que la transición ofensiva madridista irá sobre los hombros del assault team: Cristiano Ronaldo, Di María y probablemente Higuaín esperarán, ante la ausencia del artificiero vasco, cualquier pedrolo escupido por la formación tortuga de atrás para certificar el pase a semifinales de la Copa de Europa.
Cena en Constantinopla
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